jueves, 21 de octubre de 2010

CUENTOS Y RELATOS: "LEÑADORES" DE D. VALENTIN VILLALÓN

"Leñadores"

CAPITULO II

Salió Cipriano de su casa con las ideas muy claras, sabía lo que tenía que hacer, cerró su puerta, cruzó la calle y se dirigió a la plaza tratando de encontrar lo que buscaba. Al cruzar la calle, y después que el sol de agosto hiciera sentir el calor de sus rayos en sus espaldas, pensó: si salimos después de comer, frío no vamos a pasar, son las once y ya quema sol, a las tres no sé qué va a pasar, me temo lo peor, que el sol me vaya a hacer cambiar la pellica como a las culebras. Mientras iba dándole vueltas a sus cavilaciones, se encontró con Ángel, que como él dijo, iba a la plaza tratando de buscar a alguien que tuviera que ir a la feria de Almagro para irse juntos, porque siempre dos personas juntas se defienden mejor que una y una, le dijo Ángel a Cipriano.

Lo que tú buscas es lo que yo busco, contestó éste, quiero comprar un buen burro para poder dedicarme a la leña, hemos terminado la siega y aquí si quitas los cuatro días de vendimia y los cuatro de aceituna, otros trabajos no hay. Ella piensa también dedicarse a lavar en Almagro, y es por lo que quiero ir a la feria a ver si encuentro un buen burro que a mí me sirviera para traer la leña y a ella para llevar la cesta. Y como decía un chascarrillo que venía en el libro de gramática de la escuela: Si alguien quiere mandar / recados a los infiernos / la ocasión la pintan calva / mi suegra se está muriendo. Ya no tenemos que hacer ninguno nada en la plaza, contestó Ángel. Nos podemos volver ya a casa y cuanto antes nos vayamos, antes preparamos, y antes salimos. Voy a llevar la galera y ya no tiene que venir mi padre conmigo, pensaba venir por no dejarme solo. Ven a mi casa cuando comas, allí te espero, me ayudas a ponerle el toldo y preparamos un carromato digno de una feria, salimos temprano y con sol estamos allí. Cogemos un buen sitio en la cuerda, dormimos en la galera los dos y con el toldo, tenemos sombra durante el día y estamos a cubierto en la noche por si hace frío o llueve.

Bueno vámonos, argumentó Cipriano, vamos a hacer las cosas que nos quedan. Cuanto antes las hagamos, antes salimos y también antes llegaremos. Contentos se fueron ambos por haberse encontrado antes de llegar a la plaza y por haber solucionado en tan poco tiempo el problema al que tantas vueltas le habían dado la noche anterior.

Llegó Cipriano a su casa más contento que unas pascuas, al tiempo que ella abría la puerta. Se disponía a salir para hacer las compras que necesitaba para la merienda de Cipriano, cuando vio llegar eufórico a su marido. Pensó Rufina que éste había cambiado de opinión, y le preguntó por la causa de su euforia: ¿Qué pasa, no te vas, has pensado otra cosa? Que va, respondió Cipriano, lo he resuelto en un periquete y de la mejor forma posible, para mí y para él. Como tú sabes, he salido de casa esta mañana muy preocupado, y me he ido para la plaza tratando de encontrar a alguien con quien irme a la feria. En la calle Tahona me he tropezado con Cencerra y me ha dicho que iba a la plaza a ver si encontraba a alguien que tuviera que ir a la feria de Almagro para irse con él, así que le he dicho que a eso mismo iba yo, y que también quería buscar a alguien por no ir solo. Me ha dicho: vamos a volvernos que ya hemos encontrado los dos lo que buscábamos. ¿Quién es Cencerra? preguntó Rufina, que no sabía a quien apodaban aquí con ese sobrenombre. Es Ángel, el más pequeño de la Hermana Policarpa, que como es tan “alocao” y no para de hablar, le dicen Cencerra. Como las mulas que las llevan puestas no dejan de hacer ruido, ni de día ni de noche, y Ángel habla tanto, le dicen Cencerra por eso. ¿No sabrás decirme quien lo ha confirmado?, preguntó Rufina a su marido, porque en este caso ha estado más afortunado el confirmante que quien lo bautizó por vez primera. Rieron ambos la ocurrencia de Rufina, y ésta salió a la calle dispuesta a hacer sus compras, mientras Cipriano entraba en la casa dispuesto a preparar lo que necesitaba para el viaje.

Tardó Rufina en volver a su casa más de lo previsto, había en el pueblo la costumbre en muchas casas de comprar en la feria un cerdo pequeño, de los que se vendían en la cuerda los días de la feria. Un cerdo es un alcancía, todo lo aprovecha, con las mondaduras de las patatas, las cáscaras de los melones, los desperdicios de las comidas, los tomates que se pudren y cuando salga la hierba, que coman hierba y hagan hueso, que ya engordaran cuando llegue el espigo, y mal se han de poner las cosas para ni poderlo sacar adelante.

Era la esperanza de muchas casas pobres, para diciembre poder matar un cerdo. La matanza era la comida del invierno. Poder hacer una matanza significaba ahuyentar el hambre durante esa época, tan dura siempre, donde lo más importante era la comida y la lumbre. Y una matanza tenía tantas meriendas, tantas cenas, se aprovechaba también el tocino, los huesos, las mantecas, y era tan dura el hambre, se hacían tan largas las horas, cuando nada había en la casa, que sólo el pensarlo asustaba.

Abrió Rufina la puerta de la carnicería dispuesta a llevarle a Cipriano carne para su merienda y se encontró con algo que no esperaba. Habían matado un cerdo, y tres o cuatro mujeres estaban esperando al carnicero que terminara de deshacerlo y empezara a despachar. Preguntó Rufina a las que allí estaban cuál de ellas era la última para conocer su turno y se dispuso a esperar. Mientras esperaba no dejó de darle vueltas a las causas que podían haber llevado a aquel desdichado animal a ocupar el puesto que en esos momentos le habían destinado en la carnicería. Y ni corta ni perezosa, dirigiéndose al carnicero, le preguntó: ¿éste no habrá llegado aquí por haber sufrido un accidente o algo parecido?, mientras con su mano señalaba al trozo de cerdo que aún quedaba por partir.

A la pregunta de Rufina, contestó así el carnicero: el cerdo no ha tenido ningún accidente, ha llegado al matadero por su pie, ha sido la familia de la casa donde vivía la que ha tenido el accidente. Una de las hijas de los dueños tiene que adelantar la boda, por causas ajenas a su voluntad, y eso no quiere decir que no haya puesto nada de su parte para que las cosas estén donde están. Y aunque la boda se vaya a celebrar de noche, estos actos siempre llevan aparejados una serie de gastos que hay que atender. No es que el cerdo haya sido el culpable de lo ocurrido, pero sí ha sido el primero en pagar las consecuencias. Rieron las allí presentes la explicación que había dado el carnicero a Rufina y todas aceptaron de buen grado lo que el carnicero les había dicho.

Pronto terminó el carnicero de trocear el cerdo y pronto terminó de despachar a las mujeres que junto con Rufina oyeron su relato, mientras nuevas clientas iban llegando y se iban pasando de unas a otras lo que el carnicero les había contado acerca de las accidentadas circunstancias que habían llevado a aquel pobre animal al matadero mucho antes de que San Martín llegara.

Salió Rufina apresurada de la carnicería, pensando que tal vez el tiempo que había dedicado a comentar con sus convecinas el endiablado relato que el carnicero les había hecho del desgraciado viaje que el cerdo hizo al matadero, lo fuera a necesitar ella ahora para preparar la merienda de su marido. Sabía de la prisa que su marido se daba en realizar algo, cuando este algo le ilusionaba, y sí que al salir vio a su marido ilusionado con el viaje. Estaba eufórico, trasmitía alegría por todos los poros de su cuerpo. Pensaba Rufina que su marido llevaría ya largo rato echándola de menos. Le faltaban tomates y pimientos para hacer el pisto, y también le tenía que llevar fruta y vino para el viaje, que no piense Cencerra que éste va a ir de gorra.

Se pasó por la plaza cuando ya estaban recogiendo los últimos puestos, compró lo que necesitaba y aligerando el paso se dirigió a su casa. Al acercarse a ella, y desde la esquina de su calle, vio a su marido, que la estaba esperando y que al verla empezó a mover la cabeza de arriba abajo y a buscar el reloj en el bolsillo del chaleco. Llegó Rufina a su casa, y adelantándose a su marido le contó a éste el atasco que había en la carnicería, que el cerdo estaba sin partir, y cómo ella le preguntó al carnicero por las causas que habían llevado a aquel cerdo al matadero y el relato que éste les hizo de la Odisea que había sufrido el pobre animal. Y cómo había sido el más perjudicado de todos los que intervinieron en aquellos hechos, sin tener culpa alguna en lo sucedido.

Quedó Cipriano satisfecho, y más que satisfecho, contento, con las explicaciones que su mujer le dio a su tardanza, y juntos se dispusieron a echar lumbre y a hacer la merienda que Cipriano tenía que llevarse a la feria, así como a la sangre frita con tomate y cebolla que Rufina había previsto hacer para comer antes de que Cipriano, junto con Cencerra, emprendieran su viaje a Almagro. Hicieron pronto la comida, y una vez que terminaron de comer y que Rufina le diera a Cipriano todas las explicaciones habidas y por haber, sobre cómo debía éste guardar el dinero, y los cuidados que debía tener con él para no perderlo, se dirigió Cipriano a casa de Cencerra con su bien guardado dinero y más contento que unas castañuelas.

Fdo. Valentín Villalón
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