Capítulo IV
De Pascasio se sabían muchas cosas que hacían referencia a su tacañería, a lo tosco y poco comunicativo que era, a lo poco que le gustaba hacer favores, y, sobre todo, a lo torpe, burro, mal educado y mentiroso que se manifestaba con los demás. Ya hemos hecho mención al episodio, que desde su cama oyó Aceña de aquel inteligente y desconocido aldeano, cuando Pavica le dijo, con quién estaba trabajando y éste exclamó: ¡Ah puñeta! todos los buenos caballos siempre van a morir a las plazas de los toros.
Había muerto el ¨Boticario¨, hombre conservador, alcalde que había sido de este pueblo, y que durante su mandato se puso el primer reloj de la plaza, el primer alumbrado publico, se intentó robar su farmacia, robo éste, que evitó la inteligencia y el valor de su mujer, no el valor y la inteligencia suya, autor de bandos, y otras actuaciones, que no vamos a relatar aquí, por no hacer este relato demasiado largo. Como ya hemos dicho anteriormente, había muerto el Boticario, y durante el duelo, que en su casa se celebraba por éste, con el paso de las horas, se habían ido quedando cada vez menos gente. Era ya más de la media noche, sólo los parientes más cercanos y algunos amigos quedaban. Pascasio estaba allí, era sobrino político del difunto, no debía llevar mucho tiempo casado con su primera mujer, y en su afán de darse a conocer, y sobre todo de darse a conocer como hombre pudiente, no paraba de hablar de su casa, y de lo que allí había.
Llevaba ya largo rato hablando ante la indiferencia de los allí presentes, cuando Julián Acevedo, primo del difunto, había cerrado los ojos, tal vez queriendo hacer ver lo aburrido que le resultaba el monólogo que allí mantenía su sobrino político. Era la noche del día uno de noviembre, día de todos los santos, y alguno de los presentes comentó la costumbre que había en los pueblos de asar castañas aquella noche. Como a Pascasio le pusieran el aparejo tan a mano, entró al trapo diciendo: en mi casa, esta noche se asaban siempre, doce fanegas de bellotas y otras doce de castañas. Julián Acevedo, que permanecía con los ojos cerrados, los abrió un poco, y dijo: buen rescoldo habría en la cocina, volvió a cerrarlos y dejó a su sobrino político que continuara informando a los presentes, cómo se hacían las cosas en su casa.
Conocía Aureliano éstos y otros muchos episodios de la vida de Pascasio, y una vez que esté casó con Teresa, tuvo una información más fluida de la vida y milagros de su cuñado, y esto hizo que Pascasio, a partir de entonces, fuera fuente de inspiración habitual de Aureliano, y desde aquí pienso que no debió pasar mucho tiempo de de la boda de éste, cuando Aceña hace esta primera aproximación de Pascasio a la poesía como protagonista.
Semblanza de Pascasio Ruiz Almansa.
Alto, gordo, burro y sucio.
Y por sus años cancón.
Cocea por afición,
y atiende por Nabo Rucio.
De mentir, nunca se cansa,
y tan sólo su señora,
lo menciona a cada hora,
por Pascasio Ruiz Almansa.
Pronto tuvo ocasión, Pascasio junto con su esposa Teresa, de volver a ser protagonista de otro poema festivo de Aureliano. Habían vuelto de Auñón (Guadalajara) mis abuelos, pueblo en el que estaban ejerciendo como maestros, para pasar una de las vacaciones de verano en el pueblo, cosa ésta que hicieron siempre durante los veinte años que allí estuvieron, acompañados de sus siete hijos. Quiso Teresa que uno de sus sobrinos fuese a Torralba de Calatrava a pasar una temporada con ellos y así se lo dijo Teresa a mi abuelo Primitivo. Aceptó éste, y el sobrino para pasar una temporada con sus tíos fue Ricardo, muchacho de diecisiete o dieciocho años, alto, elegante bien parecido y buena persona, que a Teresa le pareció de maravilla como embajador de su familia ante conocidos, amigos y familia de su marido.
Poco tiempo duró Ricardo en Torralba. Tres o cuatro días después vieron llegar a Ricardo a la casa familiar de la Plaza del Comisario, más conocida hoy como Plazuela, residencia ésta, que seguía siendo la casa de la misma familia desde principios del siglo dieciocho. A los que allí estaban les causó extrañeza ver venir a Ricardo tan pronto, y le preguntaron a éste, ¿por qué se había venido tan pronto, si se había ido para una larga temporada?, a lo que éste contestó, que esto había sido así, porque le daba vergüenza estar allí, están siempre diciéndose lo mucho que se quieren, piropeándose, y a mí me da vergüenza. Ayer llegó él con algo envuelto en un papel de estraza diciendo: ¿a que no sabes qué es esto? mientras alzaba en su mano derecha el dichoso papel, y lo repetía una y otra vez, mientras ella no dejaba de reirse. Y cuando abrió el papel, lo que tenía era una sardina de cuba. Así que pensé en aquel mismo momento, en el primer coche de línea que salga para Ciudad Real, me voy al pueblo.
Alguien debió de contar a Aureliano la vuelta de Ricardo al pueblo, y el mensaje que éste había traído. Informado Aureliano, probablemente por su esposa, escribió los versos que a continuación escribo.
Nabo, que adora a Teresa,
y en obsequiarla se afana,
le llevó, la otra mañana
una muy grata sorpresa.
Envuelta en tosco papel
y exhibiéndola en su diestra.
Con mimo y tono de fiesta,
decía el marido aquél.
¿Qué tengo, qué traigo aquí?,
¿para quién es esto?. Prenda.
Que tu intención lo comprenda,
pues lo traigo para ti.
Párate pues a pensar.
Y si tu mente adivina,
con esta rica sardina,
regala tu paladar.
No utilizó Aceña poemas largos para hacernos llegar sus mensajes, utilizó siempre, un mensaje, corto y preciso. Si miramos una a una sus composiciones poéticas, en ninguna de ellas encontramos un verso que sobre. Y si miramos sus versos, uno a uno también, no encontramos en ellos una sola palabra innecesaria. Sus versos, sus poemas, son siempre claros, aquilatados, precisos. En ellos nada sobra, son determinantes. Su forma de escribir es clara, sencilla, y elegante.
He pensado siempre que Aceña había escrito muy poco o al menos, que muy poco, nos había dejado ver. Hoy pienso que probablemente escribiera más de lo que conocemos, aunque no mucho más. Era un hombre que no había tenido obligaciones, no se había sentido nunca obligado con nada, no tuvo hijos, ejerció la profesión de propietario, que era una cómoda forma de vivir, y tengo fundadas razones para pensar que sólo escribió cuando su olfato de fino humorista le hacía ver que, en algunos hechos de la vida cotidiana, se daban las condiciones necesarias para escribir algo que verdaderamente fuera digno de dejar constancia de ello.
Muerta Cirila Acevedo, Elisea trató de juntar en la casa de la calle del Santo, o bien en la casa de la plaza del Comisario a su marido y a su hermano, pero ni Feliciano estaba dispuesto a dejar su casa, ni Aureliano la suya. Fue para Elisea imposible juntar a los dos, ni cedió uno, ni cedió el otro. Vano intento el de Elisea queriendo juntar a los dos, esto era imposible. Yo nunca pude imaginar que ambos cuñados, a diario, se sentaran a comer en la misma mesa.
Ante la imposibilidad de llevar a cabo tan disparatado proyecto, renunció Elisea a llevarlo a cabo, y optó por hacer la comida en su casa de la calle del Santo y mandársela con la criada a su hermano. Iba Elisea todos los días a ver a su hermano, y como sabía lo que a su hermano le gustaban los dulces, siempre le llevaba un flan, unas natillas, una tarta de bizcocho, o cualquier otro dulce que se le antojara.
Aureliano veía a su mujer todos los días hacerle las confituras a su hermano, y si ella no lo veía al salir, lo buscaba por la casa, y le decía, voy a mi casa a llevarle estas natillas a mi hermano, tardaré un rato. Ya sabía Aureliano que su mujer iba a estar un rato con su hermano y tardaría en volver. Si por cualquier circunstancia, su hermano no estaba, por haber salido a hacer una visita a un enfermo, o por cualquier otra causa, ella esperaría la llegada de éste, y no volvería a su casa hasta que no hubiera estado un buen rato hablando con él, costumbre ésta, que mantuvo hasta la muerte de Feliciano.
Aunque nunca lo dijera y tratara de disimularlo, dada la rivalidad que entre ellos había, a Aureliano no le debían gustar mucho las atenciones que Elisea le tenía a su hermano, y tal vez por eso escribiera estos versos, que a continuación transcribo.
En un cazo espachurrado,
a diario mi costilla,
para un médico chiflado,
hace la dulce natilla.
Estando un día, después de haber cazado toda la mañana por la Solana de los Santos, la Umbría de los Pocicos y las Hoyas de Virgues, fuimos a comer a la casa de la Colmenilla, donde había una cocina grande, y un montón de leña seca, guardada en el pajar de la casa, para que en los días como aquél, que hacía frío y estaba lloviendo, poder evitar en la cocina la presencia del humo. Caía una fina llovizna que nos había mojado un poco, y el agua que sobre nuestras ropas había caído, desapareció cuando empezaron a arder las primeras jaras. Pronto, en el fogón de la cocina, tuvimos brasas, y leña seca ardiendo, que hizo llegar a todos los rincones el entrañable calor de la lumbre.
Hicimos la comida, y pronto estuvimos comiendo, un poco retirados de las llamas, sentados alrededor del caldero. Comimos bien, aunque sin excesos, retiramos el caldero, recogimos las trébedes, barrimos la cocina, y colocamos los taburetes alrededor del fuego, un poco retirados de la lumbre. Ya no quedaban llamas, pero había un buen montón de brasas en el fogón y esto hacía que formáramos un amplio cerco, alrededor de las brasas.
Después de la comida y una vez comentados los trances más importantes de la mañana, seguimos hablando, encaminamos los comentarios por otros derroteros. Como en otras ocasiones, Carlos Ciudad, que junto con sus hijos, su sobrino Benito Viso, el guarda y quien esto escribe, éramos los integrantes de aquella sobremesa. Sacó Carlos a colación la figura de Aceña, y poniendo mucho énfasis en sus palabras dijo estos versos atribuidos a éste.
En el cielo manda Dios.
En el monte, los gitanos.
Y en la casa de mi suegra,
la Tenienta y Feliciano.
De Pascasio se sabían muchas cosas que hacían referencia a su tacañería, a lo tosco y poco comunicativo que era, a lo poco que le gustaba hacer favores, y, sobre todo, a lo torpe, burro, mal educado y mentiroso que se manifestaba con los demás. Ya hemos hecho mención al episodio, que desde su cama oyó Aceña de aquel inteligente y desconocido aldeano, cuando Pavica le dijo, con quién estaba trabajando y éste exclamó: ¡Ah puñeta! todos los buenos caballos siempre van a morir a las plazas de los toros.
Había muerto el ¨Boticario¨, hombre conservador, alcalde que había sido de este pueblo, y que durante su mandato se puso el primer reloj de la plaza, el primer alumbrado publico, se intentó robar su farmacia, robo éste, que evitó la inteligencia y el valor de su mujer, no el valor y la inteligencia suya, autor de bandos, y otras actuaciones, que no vamos a relatar aquí, por no hacer este relato demasiado largo. Como ya hemos dicho anteriormente, había muerto el Boticario, y durante el duelo, que en su casa se celebraba por éste, con el paso de las horas, se habían ido quedando cada vez menos gente. Era ya más de la media noche, sólo los parientes más cercanos y algunos amigos quedaban. Pascasio estaba allí, era sobrino político del difunto, no debía llevar mucho tiempo casado con su primera mujer, y en su afán de darse a conocer, y sobre todo de darse a conocer como hombre pudiente, no paraba de hablar de su casa, y de lo que allí había.
Llevaba ya largo rato hablando ante la indiferencia de los allí presentes, cuando Julián Acevedo, primo del difunto, había cerrado los ojos, tal vez queriendo hacer ver lo aburrido que le resultaba el monólogo que allí mantenía su sobrino político. Era la noche del día uno de noviembre, día de todos los santos, y alguno de los presentes comentó la costumbre que había en los pueblos de asar castañas aquella noche. Como a Pascasio le pusieran el aparejo tan a mano, entró al trapo diciendo: en mi casa, esta noche se asaban siempre, doce fanegas de bellotas y otras doce de castañas. Julián Acevedo, que permanecía con los ojos cerrados, los abrió un poco, y dijo: buen rescoldo habría en la cocina, volvió a cerrarlos y dejó a su sobrino político que continuara informando a los presentes, cómo se hacían las cosas en su casa.
Conocía Aureliano éstos y otros muchos episodios de la vida de Pascasio, y una vez que esté casó con Teresa, tuvo una información más fluida de la vida y milagros de su cuñado, y esto hizo que Pascasio, a partir de entonces, fuera fuente de inspiración habitual de Aureliano, y desde aquí pienso que no debió pasar mucho tiempo de de la boda de éste, cuando Aceña hace esta primera aproximación de Pascasio a la poesía como protagonista.
Semblanza de Pascasio Ruiz Almansa.
Alto, gordo, burro y sucio.
Y por sus años cancón.
Cocea por afición,
y atiende por Nabo Rucio.
De mentir, nunca se cansa,
y tan sólo su señora,
lo menciona a cada hora,
por Pascasio Ruiz Almansa.
Pronto tuvo ocasión, Pascasio junto con su esposa Teresa, de volver a ser protagonista de otro poema festivo de Aureliano. Habían vuelto de Auñón (Guadalajara) mis abuelos, pueblo en el que estaban ejerciendo como maestros, para pasar una de las vacaciones de verano en el pueblo, cosa ésta que hicieron siempre durante los veinte años que allí estuvieron, acompañados de sus siete hijos. Quiso Teresa que uno de sus sobrinos fuese a Torralba de Calatrava a pasar una temporada con ellos y así se lo dijo Teresa a mi abuelo Primitivo. Aceptó éste, y el sobrino para pasar una temporada con sus tíos fue Ricardo, muchacho de diecisiete o dieciocho años, alto, elegante bien parecido y buena persona, que a Teresa le pareció de maravilla como embajador de su familia ante conocidos, amigos y familia de su marido.
Poco tiempo duró Ricardo en Torralba. Tres o cuatro días después vieron llegar a Ricardo a la casa familiar de la Plaza del Comisario, más conocida hoy como Plazuela, residencia ésta, que seguía siendo la casa de la misma familia desde principios del siglo dieciocho. A los que allí estaban les causó extrañeza ver venir a Ricardo tan pronto, y le preguntaron a éste, ¿por qué se había venido tan pronto, si se había ido para una larga temporada?, a lo que éste contestó, que esto había sido así, porque le daba vergüenza estar allí, están siempre diciéndose lo mucho que se quieren, piropeándose, y a mí me da vergüenza. Ayer llegó él con algo envuelto en un papel de estraza diciendo: ¿a que no sabes qué es esto? mientras alzaba en su mano derecha el dichoso papel, y lo repetía una y otra vez, mientras ella no dejaba de reirse. Y cuando abrió el papel, lo que tenía era una sardina de cuba. Así que pensé en aquel mismo momento, en el primer coche de línea que salga para Ciudad Real, me voy al pueblo.
Alguien debió de contar a Aureliano la vuelta de Ricardo al pueblo, y el mensaje que éste había traído. Informado Aureliano, probablemente por su esposa, escribió los versos que a continuación escribo.
Nabo, que adora a Teresa,
y en obsequiarla se afana,
le llevó, la otra mañana
una muy grata sorpresa.
Envuelta en tosco papel
y exhibiéndola en su diestra.
Con mimo y tono de fiesta,
decía el marido aquél.
¿Qué tengo, qué traigo aquí?,
¿para quién es esto?. Prenda.
Que tu intención lo comprenda,
pues lo traigo para ti.
Párate pues a pensar.
Y si tu mente adivina,
con esta rica sardina,
regala tu paladar.
No utilizó Aceña poemas largos para hacernos llegar sus mensajes, utilizó siempre, un mensaje, corto y preciso. Si miramos una a una sus composiciones poéticas, en ninguna de ellas encontramos un verso que sobre. Y si miramos sus versos, uno a uno también, no encontramos en ellos una sola palabra innecesaria. Sus versos, sus poemas, son siempre claros, aquilatados, precisos. En ellos nada sobra, son determinantes. Su forma de escribir es clara, sencilla, y elegante.
He pensado siempre que Aceña había escrito muy poco o al menos, que muy poco, nos había dejado ver. Hoy pienso que probablemente escribiera más de lo que conocemos, aunque no mucho más. Era un hombre que no había tenido obligaciones, no se había sentido nunca obligado con nada, no tuvo hijos, ejerció la profesión de propietario, que era una cómoda forma de vivir, y tengo fundadas razones para pensar que sólo escribió cuando su olfato de fino humorista le hacía ver que, en algunos hechos de la vida cotidiana, se daban las condiciones necesarias para escribir algo que verdaderamente fuera digno de dejar constancia de ello.
Muerta Cirila Acevedo, Elisea trató de juntar en la casa de la calle del Santo, o bien en la casa de la plaza del Comisario a su marido y a su hermano, pero ni Feliciano estaba dispuesto a dejar su casa, ni Aureliano la suya. Fue para Elisea imposible juntar a los dos, ni cedió uno, ni cedió el otro. Vano intento el de Elisea queriendo juntar a los dos, esto era imposible. Yo nunca pude imaginar que ambos cuñados, a diario, se sentaran a comer en la misma mesa.
Ante la imposibilidad de llevar a cabo tan disparatado proyecto, renunció Elisea a llevarlo a cabo, y optó por hacer la comida en su casa de la calle del Santo y mandársela con la criada a su hermano. Iba Elisea todos los días a ver a su hermano, y como sabía lo que a su hermano le gustaban los dulces, siempre le llevaba un flan, unas natillas, una tarta de bizcocho, o cualquier otro dulce que se le antojara.
Aureliano veía a su mujer todos los días hacerle las confituras a su hermano, y si ella no lo veía al salir, lo buscaba por la casa, y le decía, voy a mi casa a llevarle estas natillas a mi hermano, tardaré un rato. Ya sabía Aureliano que su mujer iba a estar un rato con su hermano y tardaría en volver. Si por cualquier circunstancia, su hermano no estaba, por haber salido a hacer una visita a un enfermo, o por cualquier otra causa, ella esperaría la llegada de éste, y no volvería a su casa hasta que no hubiera estado un buen rato hablando con él, costumbre ésta, que mantuvo hasta la muerte de Feliciano.
Aunque nunca lo dijera y tratara de disimularlo, dada la rivalidad que entre ellos había, a Aureliano no le debían gustar mucho las atenciones que Elisea le tenía a su hermano, y tal vez por eso escribiera estos versos, que a continuación transcribo.
En un cazo espachurrado,
a diario mi costilla,
para un médico chiflado,
hace la dulce natilla.
Estando un día, después de haber cazado toda la mañana por la Solana de los Santos, la Umbría de los Pocicos y las Hoyas de Virgues, fuimos a comer a la casa de la Colmenilla, donde había una cocina grande, y un montón de leña seca, guardada en el pajar de la casa, para que en los días como aquél, que hacía frío y estaba lloviendo, poder evitar en la cocina la presencia del humo. Caía una fina llovizna que nos había mojado un poco, y el agua que sobre nuestras ropas había caído, desapareció cuando empezaron a arder las primeras jaras. Pronto, en el fogón de la cocina, tuvimos brasas, y leña seca ardiendo, que hizo llegar a todos los rincones el entrañable calor de la lumbre.
Hicimos la comida, y pronto estuvimos comiendo, un poco retirados de las llamas, sentados alrededor del caldero. Comimos bien, aunque sin excesos, retiramos el caldero, recogimos las trébedes, barrimos la cocina, y colocamos los taburetes alrededor del fuego, un poco retirados de la lumbre. Ya no quedaban llamas, pero había un buen montón de brasas en el fogón y esto hacía que formáramos un amplio cerco, alrededor de las brasas.
Después de la comida y una vez comentados los trances más importantes de la mañana, seguimos hablando, encaminamos los comentarios por otros derroteros. Como en otras ocasiones, Carlos Ciudad, que junto con sus hijos, su sobrino Benito Viso, el guarda y quien esto escribe, éramos los integrantes de aquella sobremesa. Sacó Carlos a colación la figura de Aceña, y poniendo mucho énfasis en sus palabras dijo estos versos atribuidos a éste.
En el cielo manda Dios.
En el monte, los gitanos.
Y en la casa de mi suegra,
la Tenienta y Feliciano.
Fdo. Valentín Villalón
http://valentinvillalon.com