martes, 6 de diciembre de 2011

"LOS CUATRO MONAGUILLOS" - CAPITULO IV - DE ANTONIO MORENA




Capítulo IV

DON VICENTE, EL COADJUTOR


Hacia el año 56-57 llegó a Aldea para ayudar a D. Pablo, que se hacía mayor, un cura jovencito recién salido del seminario. Ocupó la casa nueva que el obispado había construido en el antiguo cementerio anexo a la iglesia por su cara norte. Pronto se dio cuenta de la situación de aquella parroquia destartalada, decimonónica…Y en pocos años transformó los usos y costumbres de la iglesia. Se implicó tanto, que se atrajo la inquina de los poderosos e influyentes del pueblo. Hicieron todo lo posible por echarlo de Aldea. El obispo, que sabía de su valía, no transigió. De todas formas, D. Vicente, que así se llamaba el nuevo cura, tal vez por todo esto se marchó a Argentina durante un año, como capellán en un hospital. La última vez que lo vi, oficiaba en el Hospital Gregorio Marañón.

D. Vicente era un hombre elegante y moderno. A veces vestía traje negro o gris y camisa con alzacuello blanco, y llevaba el pelo corto y la coronilla reluciente por la perfecta tonsura, aspectos que en su conjunto escandalizaban a la sociedad de aquellos años. Fumaba unos pitillos de cajetilla, y gastaba unos modales finos y educados que chocaban en el pueblo. Se paraba a charlar con los chavales que jugábamos en la explanada de la iglesia, y no le gustaba que le besáramos la mano cuando nos acercábamos a saludarlo, nada más verlo. A veces si iba con sotana, se la arremangaba y regateaba con los chicos. Fue la primera vez que el pueblo veía a un cura con alzacuellos y pantalón negro o gris. No pocas mentes sencillas de aquella época se escandalizaron. Pronto lo bautizaron con el sobrenombre de “cigarillo mal liao”, ¿tal vez porque no sabía liar cigarrillos? Aldea es así, agria, a saber por qué. Cuando las personas mayores en presencia de los menores hablaban mal de él, a mí me entraba una vergüenza y resquemor que me ponían de mal humor. Como crío no comprendía el porqué de tanta insidia.

Llegó a la escuela, un día de octubre, D. Vicente, personándose en las clases de los que tenían entre 8 y 10 años, que ya habíamos hecho la comunión, y nos citó un sábado por la tarde para aprender los rudimentos del monaguillo, a saber: contestar en latín y ayudar a decir misa.

El citado día acudimos allí unos diez o doce chicos, más o menos de la misma edad. Repetíamos como papagayos las respuestas a las frases que decía el cura: Introibo ad altáre De,i y todos a coro: Ad Deum qui laetíficat juventútem meam. El primer día, por la seriedad del lugar, en la sacristía, estuvimos callados. Pero el segundo sábado, ya más reducido el grupo de chicos, los tropiezos, equivocaciones y equívocos con el latín arrancaron las risas nerviosas que a lo largo de los cuatro largos años de monaguillo nunca nos abandonaron. Quare me repulisti, quare tristis incedo dum affligit me inimicus. A cada repetición, D. Vicente no podía reprimir una sonrisa al oír nuestras carcajadas. Dóminus vobíscum…Et cum spíritu tuo. Al poco la seriedad se imponía.

Al tercer o cuarto sábado, sólo quedamos cuatro chicos: Luis, el de la Julia; Dionisio, el de la Agustina del Tambor; Vicente, el hermano de Sacramento; y yo, el hijo de la Magina. Los cuatro vivíamos cerca de la iglesia, y tal vez sea ésta la causa de que quedáramos sólo nosotros, ya que aprendimos mal que bien todos los latinajos de memorieta. Antes de que nos enfriáramos y se quedara sin acólitos, D. Vicente convocó a nuestras madres y les dio el patrón del futuro modelo de las órdenes menores. Empezamos a ayudar a decir misa y a asistir a las ceremonias religiosas del momento. Y llegó el gran día de estrenar la sotana roja, sobrepuesto el roquete blanco con puntilla en sus mangas cortas y la esclavina roja a juego con la sotana. Dioni, como era uno o dos años mayor y de más altura, llevaba sotana negra y roquete blanco como el sacristán Lorencico. Fue durante una misa mayor de domingo, de no sé qué santo, que causó gran impresión y dio realce a la monotonía de las ceremonias religiosas de aquella época.

Como D. Vicente se diera cuenta de la separación de hombres, que eran muy pocos, y mujeres en la iglesia, se propuso cambiar esta costumbre. Vi cómo iba hasta el fondo invitándolos a ocupar los bancos vacíos del centro y sitios libres, pero eran muy escasos los que obedecían. Aún hoy los hombres en su mayoría se refugian al fondo. Hizo desaparecer todas las sillas y bancos particulares, sustituyéndolos por bancos con reclinatorio, todos iguales. Fue una medida criticada. Impuso cierto orden y silencio en las ceremonias, así como en las procesiones, tarea ingrata, lo que le granjeó no pocas animadversiones.

Como era un hombre comprometido con el pueblo, un día habló del trabajo de los hijos menores y de la obligación de los padres de enviar sus hijos a la escuela. Era lo corriente en aquellos años. Pues resulta que utilizó de ejemplo a mi primo Satur, que con 9 años arreaba una yunta y araba como una persona mayor. Su hermano Ángel estaba en el servicio militar, y él lo sustituyó. Mi tía Felisa lo comentó esa misma tarde con mi madre y las dos estaban como muy avergonzadas por ser la causa de estas reflexiones del cura y nada menos que desde el púlpito. Sus sermones eran comentados, al contrario que los de D. Pablo; no hablaban de los santos, sino de lo que pasaba en el pueblo y de lo que tenían que hacer los cristianos.

Con la juventud hizo una gran labor creando la Acción Católica, reuniendo a chicos y chicas en el salón parroquial. Aunque estableciendo las oportunas separaciones. Ya que era impensable encuentros mixtos en aquella época, sí que posibilitó, no obstante, que la barrera entre los sexos empezara a desmoronarse poco a poco. Introdujo los cursillos de cristiandad, en los que participaron, forzoso es decirlo, muchas familias de buena condición, económica la mayoría. Trajo al pueblo unos aires de modernidad y alegría a los que luego más tarde el Concilio Vaticano II les diera el visto bueno. Y en lo político algo tuvo que hacer, pues los músicos que siempre gustaban de hacerse ver por tocar dentro de la iglesia “La Marcha Real” durante la consagración, hubo un tiempo que no lo hicieron, y en cuanto se marchó D. Vicente volvieron a las andadas. Pero cuando ya era reconocido y apreciado, decidió marcharse. El pueblo se le hacía pequeño a este hombre bueno, entregado a su labor de apostolado… Aldea le debe mucho.

CONTINUARÁ…

Antonio Morena Ruedas
 

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