PRÓLOGO
Recuerdos, añoranzas de una infancia dura y sencilla en un pueblo de Castilla, la ancha, la llana, la Nueva. Aquellos años de ilusiones largas y pantalones cortos. Esa mirada virgen para captar lo sorprendente y maravilloso del mundo. Esa ingenuidad propia de los pocos años. Esa luz sin igual de las mañanas diáfanas de la Meseta, atravesando los ventanales góticos o románicos de la ermita o la iglesia de Aldea del Rey, que la Orden de Calatrava dejara como regalo de su paso por esa tierra. Luz perfilando las siluetas de los santos y las vírgenes en sus hornacinas, entre el polvo dorado en suspensión. Polvo de los recuerdos dormidos en nuestra memoria de aquellos años, de aquella gente con la que construimos nuestra peripecia vital en esa ya lejana edad y en ese mágico lugar donde despertamos a la luz por primera vez. Serenidad del mediodía que quiebran las campanadas del Ángelus.
Esta es la panorámica que nos dibuja mi amigo Antonio con toda sencillez y emulando la candidez de esos años: la vida en los pueblos de Castilla, “tempo lento” donde las novedades culturales eran las carteleras del cine del pueblo, las travesuras de los chavales más chicos y la severidad de los mayores: curas, maestros, los serenos, números de la Guardia Civil, adultos y ancianos.
La Iglesia siempre movió de una u otra manera a los chavales. Bien nos atrajo como monaguillos, con sus roquetes bordados y sus púrpuras talares, gotas de cardenales; bien nos atrapó como niños del coro; nos tentó como catecúmenos o nos sedujo como integrantes de sus vistosas liturgias de luz, olor, color y sonido. Dentro de los escasos estímulos culturales que ofrecían los pueblos castellanos de aquel tiempo, una parte importante la aportó la Iglesia.
Muchos curas de pueblo y algunos maestros, como D. Ramón Zamora Morales, al que mi amigo Antonio le profesa un gran cariño, porque a él y a otros muchos chicos de Aldea del Rey los envió a los Marianistas y otras instituciones religiosas, con algún sentido de la pedagogía iniciaron actividades de entretenimiento o formación lúdica de los críos, (sí, con afán proselitista) y, a veces, consiguieron atraer su atención y constituirse en referente y guía. De este influjo no nos libramos casi ninguno de los críos de los pueblos de Castilla de esa época.
Los tiempos han cambiado tanto, que esa memoria viva que mi amigo Antonio nos presenta, seguramente impactará en los lectores de estos tiempos, que se encuentran sin duda muy distantes de esas vivencias y esos presupuestos, en primer lugar como algo extraño o antiguo, pero también como un cuadro palpitante de otras infancias y otros modos no tan remotos como olvidados.
Así, cuando recuerda cómo besábamos la mano al cura para saludarlo, manos que olían a limpio o a tabaco de picadura, esto constituía una forma de cortesía o ¿expresión de una servidumbre?, tan alejada de los usos de hoy, que sorprenderá a los más jóvenes. Las formas de respeto convencional en los pueblos, en esa época, eran absolutamente rígidas con todo representante de la autoridad y personas mayores. Formas que hemos perdido junto y lamentablemente con el respeto “debido”, merecido o inmerecido.
Aquel respeto con triste frecuencia no era tal, sino miedo al castigo, que demasiadas veces era un eufemismo que habría que traducir más precisamente por maltrato físico, psíquico, ensañamiento o tortura.
En esto hemos salido ganando, pero hemos perdido ese aspecto de la educación formal que es la cortesía, la amabilidad, las buenas maneras, barniz externo que constituye un aspecto muy valioso de la convivencia ciudadana y que hay que recuperar educativamente por el bien de todos, aspecto del que hablamos cuando nos referimos a la resolución pacífica de conflictos, al respeto de las normas de convivencia, al respeto mutuo y a la ejemplaridad o la excelencia ciudadana.
La sinceridad bruta puede ser inhumana, puede no ser una virtud, si se limita a la mera expresión de la animalidad, la no empatía, la intolerancia y la intransigencia; si se limita a expresar o fomentar los aspectos no constructivos de la convivencia. No estoy defendiendo la hipocresía, aunque sea a veces preferible; es el defecto contrario. En el término medio está la virtud, que decía el clásico.
Hoy la convivencia social está lastrada por la intolerancia, el desdén, la distinción caprichosa de la persona, el afán de herir al prójimo por el mero objetivo de fastidiar, la superficialidad y la inconsistencia. Estos mismos defectos son transferibles a la escena política, a las relaciones personales, familiares y a la escuela. No se trata de asumir amistades que no sentimos o expresar sentimientos que no nos son propios, sino de tratar con deferencia a las personas que no conocemos y tampoco tenemos el propósito de llegar a conocer, simplemente porque el espejo no nos devuelva esa cara de “intratable vecino cabreado con todo bicho viviente” desde que nos caemos de la cama, y para sentir cómo eso tiene un efecto positivo y propagador a nuestro alrededor.
El fenómeno de la beatería no es propio de nuestra época. Ni siquiera los ancianos frecuentan las iglesias con la asiduidad de aquellos tiempos. Ni las beatas ni los meapilas asedian a los curas con la intensidad de los tiempos de catolicismo tardo franquista. Había que hacerse señalar en algo y llevarlo al extremo de la consumación. Había ancianas que se oían todas las misas del día, rezaban todos los rosarios y acudían a todas y cada una de las vigilias, los triduos sacros y las novenas, y aspiraban a agotar todas las indulgencias de las jaculatorias, las penitencias, años jubilares y años santos jacobeos. Tantas que sobrarían para redimir las penas del más contumaz pecador de la pradera, no ya sus nimios pecadillos, “pecata minuta” comparados con el insalvable, el insuperable de su desconfianza en la bondad e infinita misericordia divina y la absoluta capacidad redentora de Jesucristo. Yo que Dios, sólo por eso, las condenaría al fuego eterno, y... por ser tan poco caritativas y no dejar alguna indulgencia para los demás pecadores, y... por su infinito afán acaparador de sacramentos, del tiempo y la dedicación de los sacerdotes.
Pero entonces eran, sin duda, indispensables y complementarias en los recintos sagrados, en los entreactos litúrgicos, entre velas, incienso, relicarios, cera, palmatorias, escapularios, casullas, albas, reclinatorios, sobrepellices, sotanas, manípulos, estolas, bonetes y sombreros de teja…Siempre vestidas de negro, con sus horribles toquillas negras sobre cabeza y hombros, sus velos negros cubriendo sus caras cetrinas, vigilantes por si un aura inoportuna apagaba la vela, prestas a volver a encenderla, bisbiseando oraciones y jaculatorias constantemente, temiendo que la muerte o la vida eterna las sorprendiera en estado de desgracia divina o no tan en gracia que no pudiesen acceder directamente a la derecha de Dios Padre.
Los beatos solían ser más recatados o más vergonzosos, aparecían discretamente y asistían a la misa piadosamente, una pierna genuflexa rodilla en tierra, y la otra pierna flexionada en escuadra para apoyar la mano y la boina, o rezaban el rosario y se iban a sus quehaceres sin llamar tampoco la atención; en cambio, las beatas hacían ostentación de tener tiempo de sobra, remoloneando en despabilar velas, acicalar las puntas de los bordados de los vestidos de santos, cristos y vírgenes, recomponer los floreros de los pedestales o enderezar los faroles del ábside.
Dentro del clero había los curas párrocos, los ecónomos o auxiliares, los sacerdotes de las distintas congregaciones y órdenes religiosas... y dentro de los sacerdotes había tendencias más o menos marcadas a favor o menos a favor del nacional catolicismo de postguerra, partidario de la ideología de los vencedores, o que la exculpaba y justificaba basándose en las tropelías del bando republicano que había martirizado a seminaristas, sacerdotes, frailes y monjas, incendiando, profanando y saqueando templos, conventos y monasterios. Espíritu de revancha, venganza tan poco evangélica. Pero también había sacerdotes ejemplares, que humildemente cumplían su misión, con espíritu evangélico de sencillez, concordia y perdón.
En Fuenlabrada a 15 de junio de 2011
Fermín Alonso Arribas
Ilustraciones de Isabel Pueyo
Publicado por "El Jardinero de las Nubes"
http://eljardinerodelasnubes.blogspot.com/
Recuerdos, añoranzas de una infancia dura y sencilla en un pueblo de Castilla, la ancha, la llana, la Nueva. Aquellos años de ilusiones largas y pantalones cortos. Esa mirada virgen para captar lo sorprendente y maravilloso del mundo. Esa ingenuidad propia de los pocos años. Esa luz sin igual de las mañanas diáfanas de la Meseta, atravesando los ventanales góticos o románicos de la ermita o la iglesia de Aldea del Rey, que la Orden de Calatrava dejara como regalo de su paso por esa tierra. Luz perfilando las siluetas de los santos y las vírgenes en sus hornacinas, entre el polvo dorado en suspensión. Polvo de los recuerdos dormidos en nuestra memoria de aquellos años, de aquella gente con la que construimos nuestra peripecia vital en esa ya lejana edad y en ese mágico lugar donde despertamos a la luz por primera vez. Serenidad del mediodía que quiebran las campanadas del Ángelus.
Esta es la panorámica que nos dibuja mi amigo Antonio con toda sencillez y emulando la candidez de esos años: la vida en los pueblos de Castilla, “tempo lento” donde las novedades culturales eran las carteleras del cine del pueblo, las travesuras de los chavales más chicos y la severidad de los mayores: curas, maestros, los serenos, números de la Guardia Civil, adultos y ancianos.
La Iglesia siempre movió de una u otra manera a los chavales. Bien nos atrajo como monaguillos, con sus roquetes bordados y sus púrpuras talares, gotas de cardenales; bien nos atrapó como niños del coro; nos tentó como catecúmenos o nos sedujo como integrantes de sus vistosas liturgias de luz, olor, color y sonido. Dentro de los escasos estímulos culturales que ofrecían los pueblos castellanos de aquel tiempo, una parte importante la aportó la Iglesia.
Muchos curas de pueblo y algunos maestros, como D. Ramón Zamora Morales, al que mi amigo Antonio le profesa un gran cariño, porque a él y a otros muchos chicos de Aldea del Rey los envió a los Marianistas y otras instituciones religiosas, con algún sentido de la pedagogía iniciaron actividades de entretenimiento o formación lúdica de los críos, (sí, con afán proselitista) y, a veces, consiguieron atraer su atención y constituirse en referente y guía. De este influjo no nos libramos casi ninguno de los críos de los pueblos de Castilla de esa época.
Los tiempos han cambiado tanto, que esa memoria viva que mi amigo Antonio nos presenta, seguramente impactará en los lectores de estos tiempos, que se encuentran sin duda muy distantes de esas vivencias y esos presupuestos, en primer lugar como algo extraño o antiguo, pero también como un cuadro palpitante de otras infancias y otros modos no tan remotos como olvidados.
Así, cuando recuerda cómo besábamos la mano al cura para saludarlo, manos que olían a limpio o a tabaco de picadura, esto constituía una forma de cortesía o ¿expresión de una servidumbre?, tan alejada de los usos de hoy, que sorprenderá a los más jóvenes. Las formas de respeto convencional en los pueblos, en esa época, eran absolutamente rígidas con todo representante de la autoridad y personas mayores. Formas que hemos perdido junto y lamentablemente con el respeto “debido”, merecido o inmerecido.
Aquel respeto con triste frecuencia no era tal, sino miedo al castigo, que demasiadas veces era un eufemismo que habría que traducir más precisamente por maltrato físico, psíquico, ensañamiento o tortura.
En esto hemos salido ganando, pero hemos perdido ese aspecto de la educación formal que es la cortesía, la amabilidad, las buenas maneras, barniz externo que constituye un aspecto muy valioso de la convivencia ciudadana y que hay que recuperar educativamente por el bien de todos, aspecto del que hablamos cuando nos referimos a la resolución pacífica de conflictos, al respeto de las normas de convivencia, al respeto mutuo y a la ejemplaridad o la excelencia ciudadana.
La sinceridad bruta puede ser inhumana, puede no ser una virtud, si se limita a la mera expresión de la animalidad, la no empatía, la intolerancia y la intransigencia; si se limita a expresar o fomentar los aspectos no constructivos de la convivencia. No estoy defendiendo la hipocresía, aunque sea a veces preferible; es el defecto contrario. En el término medio está la virtud, que decía el clásico.
Hoy la convivencia social está lastrada por la intolerancia, el desdén, la distinción caprichosa de la persona, el afán de herir al prójimo por el mero objetivo de fastidiar, la superficialidad y la inconsistencia. Estos mismos defectos son transferibles a la escena política, a las relaciones personales, familiares y a la escuela. No se trata de asumir amistades que no sentimos o expresar sentimientos que no nos son propios, sino de tratar con deferencia a las personas que no conocemos y tampoco tenemos el propósito de llegar a conocer, simplemente porque el espejo no nos devuelva esa cara de “intratable vecino cabreado con todo bicho viviente” desde que nos caemos de la cama, y para sentir cómo eso tiene un efecto positivo y propagador a nuestro alrededor.
El fenómeno de la beatería no es propio de nuestra época. Ni siquiera los ancianos frecuentan las iglesias con la asiduidad de aquellos tiempos. Ni las beatas ni los meapilas asedian a los curas con la intensidad de los tiempos de catolicismo tardo franquista. Había que hacerse señalar en algo y llevarlo al extremo de la consumación. Había ancianas que se oían todas las misas del día, rezaban todos los rosarios y acudían a todas y cada una de las vigilias, los triduos sacros y las novenas, y aspiraban a agotar todas las indulgencias de las jaculatorias, las penitencias, años jubilares y años santos jacobeos. Tantas que sobrarían para redimir las penas del más contumaz pecador de la pradera, no ya sus nimios pecadillos, “pecata minuta” comparados con el insalvable, el insuperable de su desconfianza en la bondad e infinita misericordia divina y la absoluta capacidad redentora de Jesucristo. Yo que Dios, sólo por eso, las condenaría al fuego eterno, y... por ser tan poco caritativas y no dejar alguna indulgencia para los demás pecadores, y... por su infinito afán acaparador de sacramentos, del tiempo y la dedicación de los sacerdotes.
Pero entonces eran, sin duda, indispensables y complementarias en los recintos sagrados, en los entreactos litúrgicos, entre velas, incienso, relicarios, cera, palmatorias, escapularios, casullas, albas, reclinatorios, sobrepellices, sotanas, manípulos, estolas, bonetes y sombreros de teja…Siempre vestidas de negro, con sus horribles toquillas negras sobre cabeza y hombros, sus velos negros cubriendo sus caras cetrinas, vigilantes por si un aura inoportuna apagaba la vela, prestas a volver a encenderla, bisbiseando oraciones y jaculatorias constantemente, temiendo que la muerte o la vida eterna las sorprendiera en estado de desgracia divina o no tan en gracia que no pudiesen acceder directamente a la derecha de Dios Padre.
Los beatos solían ser más recatados o más vergonzosos, aparecían discretamente y asistían a la misa piadosamente, una pierna genuflexa rodilla en tierra, y la otra pierna flexionada en escuadra para apoyar la mano y la boina, o rezaban el rosario y se iban a sus quehaceres sin llamar tampoco la atención; en cambio, las beatas hacían ostentación de tener tiempo de sobra, remoloneando en despabilar velas, acicalar las puntas de los bordados de los vestidos de santos, cristos y vírgenes, recomponer los floreros de los pedestales o enderezar los faroles del ábside.
Dentro del clero había los curas párrocos, los ecónomos o auxiliares, los sacerdotes de las distintas congregaciones y órdenes religiosas... y dentro de los sacerdotes había tendencias más o menos marcadas a favor o menos a favor del nacional catolicismo de postguerra, partidario de la ideología de los vencedores, o que la exculpaba y justificaba basándose en las tropelías del bando republicano que había martirizado a seminaristas, sacerdotes, frailes y monjas, incendiando, profanando y saqueando templos, conventos y monasterios. Espíritu de revancha, venganza tan poco evangélica. Pero también había sacerdotes ejemplares, que humildemente cumplían su misión, con espíritu evangélico de sencillez, concordia y perdón.
En Fuenlabrada a 15 de junio de 2011
Fermín Alonso Arribas
Ilustraciones de Isabel Pueyo
Publicado por "El Jardinero de las Nubes"
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