MIEDOS INFANTILES
-¡Vamos, Antonio, que ya tocan a misa! ¡Arriba, perezoso, que ya está aquí Luisito esperándote¡
Todas las mañanas era la misma historia. Se me iba atragantando el oficio de monaguillo ¡y sólo estaba empezando! No me atrevía a decir nada, pues veía a mi madre orgullosa de mí. Tal vez pensara que una puerta se abría en mi educación, y quién sabe si en mi futuro. Un trozo de pan con chocolate o un vaso de leche si había, constituía el desayuno, y Luisito y yo salíamos pitando antes de que sonara el tercer toque para preparar las vinajeras, los corporales, encender las velas y luces y ayudar a D. Pablo o a D. Vicente a vestirse con el alba y la casulla. Generalmente, D. Pablo decía misa en la ermita a las siete de la tarde en invierno y a los ocho en verano, mientras que D. Vicente oficiaba en la parroquia todas las mañanas a las ocho.
-¡Jo date prisa, que llegamos tarde y luego…! -me recriminaba Luisito.
-Es que…oye, ¿a ti no te da miedo pasar por la nave donde están los santos? -me atreví a sincerarme-. Yo me cago cuando miro a la Madalena y al Nazareno; parecen que te siguen con la mirada y…
-¡Ahí va! A mí me pasa lo mismo; me da mucho miedo la oscuridad de la iglesia cuando vamos a la sacristía, -Me tranquilizaba lo que oía-. ¿Sabes? Iremos por el pasillo central y así evitamos las naves.
La nave de la izquierda, sin luz eléctrica, estaba llena de santos, y recibía muy poca luz natural porque no hay grandes ventanas al norte. Solamente recibía la claridad de la nave central y la de la claraboya de la derecha. Atravesar ese pasaje daba un cierto repelús, sobre todo a unos niños como éramos nosotros. El confesionario, situado en un rincón, con su cortina negra, dejaba entrever unas sombras inquietantes en su interior. Nuestras mentes infantiles trabajaban…
Desde sus hornacinas, los santos miraban fijamente a los fieles con sus grandes ojos, y sus manos abiertas parecían pedirte que fueras hacia ellos. Mientras nos hacíamos amigos de las turbadoras tallas, bajábamos la vista por si acaso y cumplíamos con la tarea asignada.
Hubieron de pasar muchos meses para que nos olvidásemos de los santos y los viéramos como cualquier adorno de una casa, si bien no las teníamos todas consigo.
Yo continuaba con mis reticencias a esta nueva tarea, así que un día le dije a mi madre que no me gustaba eso de ser monaguillo.
La que se armó fue chica. El mundo se le vino encima a mi madre, y la vi amenazante. Me atreví a susurrar que los santos me daban miedo, y se echó a reír, mientras que con un retal a medio hilvanar me argumentaba que los santos no me iban a tirar de la pilila. Yo insistí, en el mismo tono medroso de voz, aduciendo que me daba repugnancia besarle las manos al cura. Mi madre puso cara de asombro.
Esto era verdad, pues un niño de finales de los cincuenta no estaba acostumbrado a oler unas manos tan pulcras. Los olores que mi pituitaria reconocía, no eran precisamente los del agua de colonia. En aquellos años, la mayoría de las calles no estaban adoquinadas, y con tantos rebaños de ovejas, con las mulas y burros haciendo sus necesidades en las calles, amén de los olores de corrales con sus pocilgas, cuadras y gallineros, semejante ambiente “perfumado” era el más extendido.
-Eso tiene arreglo, pues lo que tú necesitas es una buena limpieza -se despachó mi madre con esta frase, que se me quedó grabada. Y ese sábado y todos los sábados por la noche, día de limpieza, me escamochaba de pies a cabeza, y me dejaba reluciente como una patena.
Allá donde la roña pugnaba por quedarse, los nudillos y las rodillas sobre todo, el estropajo hacía su trabajo. Y todas las mañanas mi madre me pasaba inspección de manos, orejas y rodillas. Una vez que Luisito venía a recogerme, subíamos los dos limpios y engalanados con ropa de domingo, como dos príncipes, a decir misa, y algunas veces al rosario o las novenas más importantes. “Hacer sábado” era una frase que también se me aplicaba.
D. Vicente estaba contento con nosotros. Al principio nos pasaba la inspección de manos y orejas, y sonreía. Sabíamos que nos trataba con cariño. Dioni y Vicente ayudaban a D. Pablo en la misa vespertina de la ermita, y los domingos nos repartíamos entre nosotros cuatro la misa de las nueve, la de las doce y la de la tarde-noche del domingo. Así nos cruzábamos con Vicente y Dioni entre las tres misas, ya que la de las doce era a menudo solemne y ayudábamos los cuatro.
Superar el miedo de verse observado por cientos de personas no fue tarea fácil. Nos ayudó la propia estructura de la iglesia: el altar formaba parte del retablo barroco y estaba situado al fondo de la nave central, mientras que los fieles más próximos, pocos y diseminados, se colocaban a unos cinco metros del altar actual. Así que en esa lejanía nos refugiábamos e íbamos desinhibiéndonos poco a poco.
Aún hubimos de superar otras dos o tres situaciones que todavía hoy me sorprenden: asistir a un enfermo moribundo, el primer entierro y la primera boda.
El primero que ayudó a dar la extremaunción fue Dioni, al que acompañó Vicente. Nos contaron la escena y se nos puso la piel de gallina. Claro, que también sentimos una cierta envidia. Por fin llegó el día de nuestra primera salida a visitar un enfermo. Recuerdo que era una abuela de unos parientes lejanos. Cuando llegamos, las mujeres sollozaban todas a la vez. Se hizo un silencio y D. Pablo rezaba las oraciones propias del acto, al tiempo que untaba los pies, el pecho, las manos, etcétera, con el santo óleo a la moribunda. Aquel cuadro nos impresionó tanto a Luisito y a mí, que nuestros comentarios llegaron a oídos de D. Vicente, quien ordenó a Lorencico que en adelante sólo le acompañara al cura Dioni, que ya parecía un chaval más maduro.
Pasaron meses hasta poder asistir a otros enfermos, tal vez porque avisaban al cura a altas horas de la noche o de la madrugada.
El entierro fue menos traumático, aunque tengo en mi memoria visual la llegada de D. Vicente y de D. Pablo a la casa del finado. La escena sigue impresa en mi retina. La familia rivalizaba para ver quién lloraba más y chillaba más fuerte. D. Vicente esperaba pacientemente, después del responso, a que sacaran la caja de la habitación, a la que se agarraban las mujeres mientras los hombres y familiares las apartaban. Con el griterío se nos ponían los pelos de punta.
Recuerdo que D. Vicente, unos días más tarde, ordenó que en adelante esperaría en la puerta al muerto y dicho el responso, se pondría en movimiento el sacristán con la cruz y los monaguillos a su lado. Sin embargo, no perdió la ocasión en el sermón del domingo para recordar a los fieles que la muerte para un cristiano era el paso a otra vida mejor, que la aceptación del fin de la vida era consustancial a la naturaleza humana, que la ostentación teatral del dolor no era cristiano… Estaba escandalizado con tanto chillido. Pero no le hicieron caso.
Pronto aprendimos los responsos, y rivalizábamos entre nosotros para ver quién cantaba mejor y más fuerte. “ Réquiem aetérnam dona eis, Dómine, et lux perpétua lúceat eis ”, “Dies irae, dies illa. Solvet saeclum in favilla: Teste David cum Sybilla, Quantus tremor est futúrus, quando Judex est ventúrus, cuncta stricte discussúrus.”…
Después de la misa o del simple responso, a hombros de familiares y amigos, el ataúd era llevado hasta el cementerio sólo por los hombres, las mujeres quedaban en casa rezando el rosario por el difunto. Acompañábamos al cura hasta dicho lugar, y antes de que enterraran al difunto, le rezaba el último responso. El miedo y la cortedad, pues, iban desapareciendo.
La iglesia de aquella época aplicaba fórmulas medievales a los servicios religiosos. Había entierros de primera, con misa solemne, catafalco, organista si lo había y algún coadjutor. Se encendían las luces del altar mayor, las velas y velones del catafalco y las de los altares laterales. Este servicio era el más costoso.
En estas ocasiones (dos veces nos ocurrió), los monaguillos portábamos los cirios con un billete de un duro pegado al mango. Cinco pesetas de aquella época era una buenísima propina. En cuanto al sacristán y el portacruz, portaban sendos billetes de veinticinco pesetas.
En los entierros de segunda, que fueron la mayoría, el oficiante se limitaba al acompañamiento preceptivo del difunto a la iglesia, el responso en la casa, la misa si se encargaba y lo que se recitaba cuando se le enterraba.
Hubo algún entierro de tercera, pero justo es decir que D. Pablo y D. Vicente le rezaban lo mismo que a los de segunda.
Casi al mismo tiempo, la ceremonia de la boda fue otra de las pruebas para superar esa vergüenza natural de verse observado por tanta gente. Llegaban primero los invitados de la novia y del novio, ocupando las mujeres los bancos y reclinatorios; los hombres detrás, los menos, y la mayoría fuera de la iglesia. Al instante, la novia, del brazo del padrino y, detrás, el novio, al brazo de la madrina, hacían su entrada solemne por el pasillo central. Los monaguillos espiábamos su llegada por el bullicio que se armaba, y a continuación encendíamos las luces de los altares y capillas y salíamos a la celebración de la ceremonia.
En nuestra primera boda no osamos levantar la mirada, y me imagino que frente a los novios, tan nerviosos como nosotros, la primera prueba no resultó tan traumática como la extremaunción y el entierro. La ceremonia pasó mejor de lo que en principio imaginamos... Hubo otras anécdotas que más adelante relataré.
Fuimos después los monaguillos los que con nuestro desenfado, desinhibición y alguna que otra risita, ayudamos a algunos novios y novias a pasar el mal trago del momento: si las arras se caían al suelo o había que arreglar la cola y el velo de la novia, allí estábamos nosotros. Para el yugo que se colocaba al final de la ceremonia, una especie de velo rectangular y de unos dos metros de largo, el cura necesitaba de nuestra ayuda.
Y el hecho de movernos y no permanecer estáticos nos daba cierta prestancia y utilidad. Después este velo desaparecería en la reforma del Concilio Vaticano II. En las bodas judías y musulmanas se sigue utilizando, igual que antes en la tradición cristiana. Más tarde comprendí que las diferencias entre las religiones no son tantas.
CONTINUARÁ…
Antonio Morena Ruedas.
Todas las mañanas era la misma historia. Se me iba atragantando el oficio de monaguillo ¡y sólo estaba empezando! No me atrevía a decir nada, pues veía a mi madre orgullosa de mí. Tal vez pensara que una puerta se abría en mi educación, y quién sabe si en mi futuro. Un trozo de pan con chocolate o un vaso de leche si había, constituía el desayuno, y Luisito y yo salíamos pitando antes de que sonara el tercer toque para preparar las vinajeras, los corporales, encender las velas y luces y ayudar a D. Pablo o a D. Vicente a vestirse con el alba y la casulla. Generalmente, D. Pablo decía misa en la ermita a las siete de la tarde en invierno y a los ocho en verano, mientras que D. Vicente oficiaba en la parroquia todas las mañanas a las ocho.
-¡Jo date prisa, que llegamos tarde y luego…! -me recriminaba Luisito.
-Es que…oye, ¿a ti no te da miedo pasar por la nave donde están los santos? -me atreví a sincerarme-. Yo me cago cuando miro a la Madalena y al Nazareno; parecen que te siguen con la mirada y…
-¡Ahí va! A mí me pasa lo mismo; me da mucho miedo la oscuridad de la iglesia cuando vamos a la sacristía, -Me tranquilizaba lo que oía-. ¿Sabes? Iremos por el pasillo central y así evitamos las naves.
La nave de la izquierda, sin luz eléctrica, estaba llena de santos, y recibía muy poca luz natural porque no hay grandes ventanas al norte. Solamente recibía la claridad de la nave central y la de la claraboya de la derecha. Atravesar ese pasaje daba un cierto repelús, sobre todo a unos niños como éramos nosotros. El confesionario, situado en un rincón, con su cortina negra, dejaba entrever unas sombras inquietantes en su interior. Nuestras mentes infantiles trabajaban…
Desde sus hornacinas, los santos miraban fijamente a los fieles con sus grandes ojos, y sus manos abiertas parecían pedirte que fueras hacia ellos. Mientras nos hacíamos amigos de las turbadoras tallas, bajábamos la vista por si acaso y cumplíamos con la tarea asignada.
Hubieron de pasar muchos meses para que nos olvidásemos de los santos y los viéramos como cualquier adorno de una casa, si bien no las teníamos todas consigo.
Yo continuaba con mis reticencias a esta nueva tarea, así que un día le dije a mi madre que no me gustaba eso de ser monaguillo.
La que se armó fue chica. El mundo se le vino encima a mi madre, y la vi amenazante. Me atreví a susurrar que los santos me daban miedo, y se echó a reír, mientras que con un retal a medio hilvanar me argumentaba que los santos no me iban a tirar de la pilila. Yo insistí, en el mismo tono medroso de voz, aduciendo que me daba repugnancia besarle las manos al cura. Mi madre puso cara de asombro.
Esto era verdad, pues un niño de finales de los cincuenta no estaba acostumbrado a oler unas manos tan pulcras. Los olores que mi pituitaria reconocía, no eran precisamente los del agua de colonia. En aquellos años, la mayoría de las calles no estaban adoquinadas, y con tantos rebaños de ovejas, con las mulas y burros haciendo sus necesidades en las calles, amén de los olores de corrales con sus pocilgas, cuadras y gallineros, semejante ambiente “perfumado” era el más extendido.
-Eso tiene arreglo, pues lo que tú necesitas es una buena limpieza -se despachó mi madre con esta frase, que se me quedó grabada. Y ese sábado y todos los sábados por la noche, día de limpieza, me escamochaba de pies a cabeza, y me dejaba reluciente como una patena.
Allá donde la roña pugnaba por quedarse, los nudillos y las rodillas sobre todo, el estropajo hacía su trabajo. Y todas las mañanas mi madre me pasaba inspección de manos, orejas y rodillas. Una vez que Luisito venía a recogerme, subíamos los dos limpios y engalanados con ropa de domingo, como dos príncipes, a decir misa, y algunas veces al rosario o las novenas más importantes. “Hacer sábado” era una frase que también se me aplicaba.
D. Vicente estaba contento con nosotros. Al principio nos pasaba la inspección de manos y orejas, y sonreía. Sabíamos que nos trataba con cariño. Dioni y Vicente ayudaban a D. Pablo en la misa vespertina de la ermita, y los domingos nos repartíamos entre nosotros cuatro la misa de las nueve, la de las doce y la de la tarde-noche del domingo. Así nos cruzábamos con Vicente y Dioni entre las tres misas, ya que la de las doce era a menudo solemne y ayudábamos los cuatro.
Superar el miedo de verse observado por cientos de personas no fue tarea fácil. Nos ayudó la propia estructura de la iglesia: el altar formaba parte del retablo barroco y estaba situado al fondo de la nave central, mientras que los fieles más próximos, pocos y diseminados, se colocaban a unos cinco metros del altar actual. Así que en esa lejanía nos refugiábamos e íbamos desinhibiéndonos poco a poco.
Aún hubimos de superar otras dos o tres situaciones que todavía hoy me sorprenden: asistir a un enfermo moribundo, el primer entierro y la primera boda.
El primero que ayudó a dar la extremaunción fue Dioni, al que acompañó Vicente. Nos contaron la escena y se nos puso la piel de gallina. Claro, que también sentimos una cierta envidia. Por fin llegó el día de nuestra primera salida a visitar un enfermo. Recuerdo que era una abuela de unos parientes lejanos. Cuando llegamos, las mujeres sollozaban todas a la vez. Se hizo un silencio y D. Pablo rezaba las oraciones propias del acto, al tiempo que untaba los pies, el pecho, las manos, etcétera, con el santo óleo a la moribunda. Aquel cuadro nos impresionó tanto a Luisito y a mí, que nuestros comentarios llegaron a oídos de D. Vicente, quien ordenó a Lorencico que en adelante sólo le acompañara al cura Dioni, que ya parecía un chaval más maduro.
Pasaron meses hasta poder asistir a otros enfermos, tal vez porque avisaban al cura a altas horas de la noche o de la madrugada.
El entierro fue menos traumático, aunque tengo en mi memoria visual la llegada de D. Vicente y de D. Pablo a la casa del finado. La escena sigue impresa en mi retina. La familia rivalizaba para ver quién lloraba más y chillaba más fuerte. D. Vicente esperaba pacientemente, después del responso, a que sacaran la caja de la habitación, a la que se agarraban las mujeres mientras los hombres y familiares las apartaban. Con el griterío se nos ponían los pelos de punta.
Recuerdo que D. Vicente, unos días más tarde, ordenó que en adelante esperaría en la puerta al muerto y dicho el responso, se pondría en movimiento el sacristán con la cruz y los monaguillos a su lado. Sin embargo, no perdió la ocasión en el sermón del domingo para recordar a los fieles que la muerte para un cristiano era el paso a otra vida mejor, que la aceptación del fin de la vida era consustancial a la naturaleza humana, que la ostentación teatral del dolor no era cristiano… Estaba escandalizado con tanto chillido. Pero no le hicieron caso.
Pronto aprendimos los responsos, y rivalizábamos entre nosotros para ver quién cantaba mejor y más fuerte. “ Réquiem aetérnam dona eis, Dómine, et lux perpétua lúceat eis ”, “Dies irae, dies illa. Solvet saeclum in favilla: Teste David cum Sybilla, Quantus tremor est futúrus, quando Judex est ventúrus, cuncta stricte discussúrus.”…
Después de la misa o del simple responso, a hombros de familiares y amigos, el ataúd era llevado hasta el cementerio sólo por los hombres, las mujeres quedaban en casa rezando el rosario por el difunto. Acompañábamos al cura hasta dicho lugar, y antes de que enterraran al difunto, le rezaba el último responso. El miedo y la cortedad, pues, iban desapareciendo.
La iglesia de aquella época aplicaba fórmulas medievales a los servicios religiosos. Había entierros de primera, con misa solemne, catafalco, organista si lo había y algún coadjutor. Se encendían las luces del altar mayor, las velas y velones del catafalco y las de los altares laterales. Este servicio era el más costoso.
En estas ocasiones (dos veces nos ocurrió), los monaguillos portábamos los cirios con un billete de un duro pegado al mango. Cinco pesetas de aquella época era una buenísima propina. En cuanto al sacristán y el portacruz, portaban sendos billetes de veinticinco pesetas.
En los entierros de segunda, que fueron la mayoría, el oficiante se limitaba al acompañamiento preceptivo del difunto a la iglesia, el responso en la casa, la misa si se encargaba y lo que se recitaba cuando se le enterraba.
Hubo algún entierro de tercera, pero justo es decir que D. Pablo y D. Vicente le rezaban lo mismo que a los de segunda.
Casi al mismo tiempo, la ceremonia de la boda fue otra de las pruebas para superar esa vergüenza natural de verse observado por tanta gente. Llegaban primero los invitados de la novia y del novio, ocupando las mujeres los bancos y reclinatorios; los hombres detrás, los menos, y la mayoría fuera de la iglesia. Al instante, la novia, del brazo del padrino y, detrás, el novio, al brazo de la madrina, hacían su entrada solemne por el pasillo central. Los monaguillos espiábamos su llegada por el bullicio que se armaba, y a continuación encendíamos las luces de los altares y capillas y salíamos a la celebración de la ceremonia.
En nuestra primera boda no osamos levantar la mirada, y me imagino que frente a los novios, tan nerviosos como nosotros, la primera prueba no resultó tan traumática como la extremaunción y el entierro. La ceremonia pasó mejor de lo que en principio imaginamos... Hubo otras anécdotas que más adelante relataré.
Fuimos después los monaguillos los que con nuestro desenfado, desinhibición y alguna que otra risita, ayudamos a algunos novios y novias a pasar el mal trago del momento: si las arras se caían al suelo o había que arreglar la cola y el velo de la novia, allí estábamos nosotros. Para el yugo que se colocaba al final de la ceremonia, una especie de velo rectangular y de unos dos metros de largo, el cura necesitaba de nuestra ayuda.
Y el hecho de movernos y no permanecer estáticos nos daba cierta prestancia y utilidad. Después este velo desaparecería en la reforma del Concilio Vaticano II. En las bodas judías y musulmanas se sigue utilizando, igual que antes en la tradición cristiana. Más tarde comprendí que las diferencias entre las religiones no son tantas.
CONTINUARÁ…
Antonio Morena Ruedas.