lunes, 7 de noviembre de 2011

"LOS CUATRO MONAGUILLOS" - CAPITULO II - DE ANTONIO MORENA

Capítulo II



DON PABLO


Oficiaba en Aldea del Rey un párroco, D. Pablo Martín Romo Naranjo. Un santo varón, el cura de toda la vida, que sucedió a D. Manuel, el de los años posteriores a la guerra. Hombre callado, serio, bonachón y con cierto sentido del humor cuando abandonaba su papel religioso.

Era pequeño, regordete y con una tripita prominente que le levantaba la sotana, reluciente por el uso, haciéndole más grueso de lo que parecía. Un bonete brillante, a juego con el hábito, adornaba su venerable cabeza, huérfana de cabello, salvo en la tonsura.

Cuando había misa mayor o solemne, hablaba desde el púlpito situado a la derecha y pegado a la pared en el centro de la iglesia. Sus sermones comenzaban con la sempiterna frase: “Amadísimos hermanos en el corazón de Jesús y María. Hoy celebramos el día de…” Y así, resaltando la vida del santo, iba y venía; y cuando abría los brazos, llegaba el final, que era siempre el mismo: “… que interceda por todos vosotros, aquí en la tierra como en el cielo. Amén”.

En aquella época, muchas viejas, como nombrábamos a todas las personas mayores, deambulaban por las capillas rezándoles a sus santos y ni atendían al sermón ni a la misa. Los feligreses se removían en sus bancos o en los reclinatorios, y los monaguillos, como críos que éramos, manifestábamos más si cabe nuestro cansancio. Oír la frase final y levantarnos a una, era una misma cosa. Se formaba un estruendo impropio de una iglesia, al mismo tiempo que cien o doscientas personas con sus reclinatorios y murmullos tapaban la última frase de D. Pablo. A continuación, de alguna manera, D. Pablo se daba cuenta de que había prolongado su sermón, y ni siquiera esperaba nuestras respuestas. Quería recuperar el tiempo. Nos mirábamos de soslayo los monagos, y sonreíamos al saber que tendríamos tiempo de jugar un partidillo de fútbol, llegar a la plaza o jugar al “gua “, o sea, a las bolas o canicas.

El altar estaba bastante separado de los feligreses; el latín era la lengua de los oficios, y, sin megafonía, poco o casi nada se entendía de una misa oficiada de espaldas al público. Las mujeres ocupaban, con sus reclinatorios, algunos privados y la casi totalidad de la iglesia; y los hombres, cuatro o cinco bancos por detrás, resultaban poco numerosos, y a veces no aparecía ninguno los días de diario y sólo se veían algunos más los domingos y días festivos. En la comunión apenas si comulgaban unas decenas de personas. Para mí que la confesión oponía una barrera, a juzgar por los comentarios que oíamos a los adultos sobre lo de cantarle los pecados al cura. Hoy, sin embargo, la comunión es muy numerosa y los confesionarios no tienen colas de fieles. La iglesia adopta actitudes que criticaba antaño. En fin, era una fe poco participativa, que en nada se parece a la actual práctica católica.

D. Pablo, un santo varón, solía pasear las tardes soleadas de primavera y otoño solo o acompañado, con una ramita de olivo en una mano, a modo de hisopo, y las manos enlazadas en la espalda, al tiempo que asperjaba su plática y la ramita con pequeños movimientos circulares. Le saludaban los paisanos con una reverencia, al tiempo que hacían ademán de quitarse la boina. Los hombres más tímidos se contentaban con el saludo. Los había que intercambiaban una frase, y D. Pablo se paraba con todos y todas y con aquellos que frecuentaban la iglesia o tenían poder. Las mujeres le besaban la mano al saludarle, pero sobre todo los críos, y cuando nos hicimos monaguillos salíamos felices a su encuentro para dejar patente a nuestros amigos nuestro acercamiento con los curas. Las feligresas pudientes le paraban y le demostraban su ascendiente muy educadamente, platicando con él.

Por las noches preparaba a no pocos aldeanos para el examen a policía, guarda civil o para enseñarles a leer y escribir antes de entrar en el servicio militar. También daba clases de cultura general, de una manera desinteresada las más de las veces, a cuantos tuvieron que dejar la escuela con once, doce años. Era un experto en papiroflexia y manejaba las tijerillas con gran destreza. Fui a su casa un par de veces para aprender algo de este arte y poder presentar unos trabajillos que me exigían para Magisterio en 1º curso. Tenía la paciencia del santo Job y una infantil y curiosa forma de llamarnos a Luis y a mí : “ mi tuti y mi tonito, venid que os voy a … “ Aún conservo algunos recortes y piezas de matiz religioso que salieron de sus manos.

Murió mientras yo estando cursando el bachillerato en Valladolid, y me dio mucha pena, así como a Luis, Vicente y Dioni. Hubo los rumores de siempre, que si había muerto rico, etcétera. Pero ¡es que mi pueblo no aprende!; y ¡vaya si dio muestras de desprendimiento y generosidad¡

CONTINUARÁ…

Antonio Morena Ruedas.
 

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