martes, 22 de noviembre de 2011

"Los Cuatro Monaguillos" - Capítulo III: El sacristán y los campaneros.

Capítulo III

EL SACRISTÁN Y LOS CAMPANEROS



Asistía a D. Pablo un viejo sacristán, Lorenzo. Mandaba mucho y era el “factótum“ de la iglesia. Había estado Lorencico, que por este diminutivo se le conocía, en el seminario; pero como era pobre y se quedó huérfano, tuvo que abandonarlo. La iglesia, pues, era su destino natural, amén de que provenía de una familia muy religiosa. Cojeaba ligeramente y arrastraba su figura alta y delgada con cierto desgarbo, la cabeza por delante del cuerpo.

Para el pueblo pasaba por no muy listo, ya que no había cantado misa; pero era un hombre conocedor de su oficio, servicial, entregado a la iglesia en cuerpo y alma. No tenía sueldo, y supongo que D. Pablo le daría parte del cepillo, magro botín en tiempo de escasez, el de un pueblo pobre (y avaro también) para con las cosas de la religión.

Era muy beato, soltero y mandón. Su casa parecía un museo religioso lleno de imágenes de santos, candelabros, crucifijos, estampillas y escapularios. Nos quería mucho a los monaguillos; éramos su campo de acción pedagógica, y a menudo nos gruñía por un sí, un no o una risa tonta que en la seriedad de los oficios estaba a flor de labios.

Componía el cuadro eclesial la familia del campanero: Ramón y su hijo Santiago. Fieles trabajadores de la iglesia, no faltaban al toque de los servicios: los tres toques preceptivos para la misa, a las doce del mediodía; a las ánimas del purgatorio, sobre las 9 de la noche; al ángelus; a muerto, cuando moría alguien, con un toque lento y lúgubre; a gloria, cuando moría un bebé sin bautizar o menor de 7 años o sin uso de razón: toque alegre y con la campanilla, la más pequeña de las tres o cuatro que tenía el campanario. A veces cuando había un fuego, un toque a rebato, largo y chillón con todas las campanas.

Las campanas de aquella época (menos ahora que podríamos prescindir de ellas) informaban a la población del acontecer religioso y social, y conformaban la sociedad en los horarios, las fiestas, en las alegrías y las penas. Por todo esto eran importantes.

Ramón, un hombre mayor, vivía de su oficio de empedrador de eras, aceras y calles, así como su hijo Santiago, quien heredó el oficio de campanero a su muerte. Aunque casi todo el pueblo los llamaba “Los Pelayos“. No tenían salario y cobraban algo de quien encargaba la misa, por el toque a muerto y a boda. Don Pablo, como a Lorencico, les completaba la escasa paga con el cepillo.

Santiago era muy pequeño, delgado y nervudo. Taciturno y algo arisco, como buen solterón. Pendiente del reloj de la iglesia y del de su chaleco, día tras día, hora tras hora.

-¿Santiago, qué hora es?

Sacaba su reloj de bolsillo del chaleco, e indefectiblemente machacaba: Las tres menos dos minutos. Si por un casual había alguien a su lado que miraba el viejo y destartalado reloj del campanario y marcaba las tres, él apostillaba con porfía: “¡No, le falta un minuto y treinta y cinco segundos para las tres!” Participaba en las procesiones portando el estandarte con la cruz, e iba vestido con sotana y roquete como los demás monaguillos y el sacristán.

-Mi Pelayo es que es muy minutero -solía comentar con sorna la Aurora, su tía, a la vecindad.

Aurora y Carlos, su marido, regentaron el kiosco de la plaza del Generalísimo, donde la chiquillería en los años sesenta y setenta se llenaba las faltriqueras de los pantalones y las bocas de toda suerte de chuches. En ocasiones, su madre y ella misma tocaban a misa, a vísperas y a muerto si Santiago y Pelayo estaban empedrando una era.




CONTINUARÁ...

Antonio Morena Ruedas.
 

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