jueves, 26 de noviembre de 2009

"MONA, MONA, MONA..." UN RELATO DE D. VALENTÍN VILLALÓN

Hay un proverbio latinoamericano que afirma: “Pueblo pequeño, infierno grande”. De ordinario, en relación a los lugares pequeños, prima una imagen idílica, plena de valores solidarios, ajena al ambiente de deshumanización que se atribuye a las grandes ciudades. Sin embargo (y hablo con conocimiento de causa), en los pueblos pueden encontrar caldo de cultivo las más vituperables inclinaciones del alma humana: la murmuración, la envidia, el recelo a quienes son distintos, las burlas crueles, por no mencionar la violencia física y emocional.

En literatura han sido varios los autores que han abordado la violencia entre paisanos de un mismo pueblo. Se me viene a la memoria el ejemplo de Vicente Blasco Ibáñez en su célebre novela “La barraca”, en la cual una pobre familia padece las iras injustas de todo un pueblo. Y es que cuando los lugareños se aúnan contra alguien, la crueldad puede adoptar tintes propios de una tragedia homérica.

Don Valentín Villalón, con independencia de su condición de poeta consumado, incursiona en la prosa con un relato que conmueve las más escondidas fibras del espíritu humano. Aborda con particular genialidad un hecho real, la historia de una anciana aldeana que luchaba contra la pobreza y que además había de contender con los sarcasmos de sus paisanos, encarnados desgraciadamente en los niños, pues, como afirmaba James Matthew Barrie (autor de “Peter Pan”): no existen seres más crueles que los niños.

Quien conozca la poesía de don Valentín, se sentirá gratamente sorprendido por el relato que hoy les ofrecemos. Si bien nuestro paisano ya ha sido atinadamente comparado con Antonio Machado, yo creo que las dotes prosaicas que don Valentín despliega en este hermoso relato aventajan a las que el poeta sevillano manifestara en su relato “La tierra de Alvargonzález”.

Disfruten de este estupendo relato, en la confianza de que no será el último que nuestro paisano nos ofrezca.

Mona, Mona, Mona….Un miedo cerval la sacó de sus cavilaciones. Ya estaban allí, como todos los días. Las voces habían salido de entre la niebla y unos bultos pequeños se acercaban difusos corriendo hacia ella. Como siempre, los chicos de la calle se acercaban a ella con piedras en las manos y aire amenazador. Lloraba, daba gritos: “Ay mi madre”, “ay mi madre”, “ay mi madre”, “piedras no”, “piedras no”….decía.

Se oyó el chirrido de un cerrojo, y una mujer apareció sobre el quicio de su puerta. La mujer regañó a los que la amenazaban y los chicos avergonzados desaparecieron corriendo calle abajo.

No llores, no te asustes, si no te tiran piedras, tranquilízate, no les hagas caso. ¿Llevas ahí el puchero de las sobras? Preguntó la mujer. Entre sollozos, la anciana que asustaban los chicos, respondió afirmativamente mientras sacaba un desconchado pucherillo de porcelana que llevaba escondido debajo del mandil. La mujer cogió el puchero, pasó a su casa y, al poco rato salió otra vez a la puerta con el puchero. “Toma, son habichuelas, cenamos anoche y han sobrado estas pocas”. “Llévatelas a tu casa, no sea que las vayas a verter. No se las des a tus sobrinos, cómetelas tú y no llores más”.

“Como soy una pobrecica tonta y no tengo padre ni madre… por eso me tiran piedras”. “Dios te lo pague”. Y la anciana con sus habichuelas en el puchero y dos trozos de pan que ya le habían dado antes, vio resuelta la comida de aquel día.

La mujer cerró su puerta, y la Eustaquia la pobre, que así se llamaba la anciana, que vivía de la caridad, más tranquila se dirigió a su casa. Instintivamente miraba las esquinas, pensaba que los chicos que ya la habían asustado, podrían aparecer en cualquier momento. Se cruzó con algunos de los chicos que iban a la escuela, y la tranquilizó el que éstos no le dijeran nada. Al pasar por la puerta de la posada, tres labradores salían acompañados por un hombre que llevaba un saco negro. Uno de ellos le dijo:” Bien has escapao esta mañana, bien te vas a poner…”. Esta frase le hizo alegrarse, se sintió contenta. Llevaba su puchero de habichuelas y dos trozos de pan en el mandil.

La verdad, era que casi siempre tenía para comer. Lo malo eran los chicos, los sustos que le daban. Si no fuera por eso, con las sobras y un pedazo de pan, comía ella. Y las cenas, una sardina de cuba, unas zanahorias, unas patatas asadas, alguna vez, hasta una onza de chocolate, o un trozo de tocino.

Pero los chicos…cuántos sustos le hacían pasar. Cuántas veces se tenía que guarecer en el quicio de una puerta llorando y dando gritos hasta que se iban. Cuántas veces la amenazaban con una vara o con piedras. Mona, Mona! le decían y tiraban piedras al suelo cerca de donde ella estaba. Clamaba, lloraba…piedras no! decía, pero nadie le hacía caso. Se lo decía a los serenos, a las madres… se lo voy a decir a los Civiles, les decía a los chicos, pero como si nada. Y cuando se iban los chicos se sentaba en la puerta llorando, entrelazando y apretando sus sarmentosos y descarnados dedos, limpiándose los ojos con los picos del pañuelo de la cabeza.

A veces, salía la dueña de la casa y la echaba a cajas destempladas: “Anda, da la tabarra en otra puerta”, le decía. Y la Eustaquia, la pobre, que no tenía padre, ni madre, que era tonta y vivía de la caridad pública, tenía que salir, tenía que dejar de molestar, tenía que seguir rodando y rodando, dando tumbos, a encontrarse otra vez con los chicos que la asustaban con piedras o con las varas de los mochos, o con las manillas de los aros, o con los tiradores. Y luego, a pedir, había que pedir: “Una limosna, que soy la Eustaquia la pobre”, y a lo mejor un “perdona por Dios, que estuviste aquí ayer” era la respuesta, o “vuelve el jueves, que los jueves damos limosna, que si no, no podemos hacer otra cosas que abrir la puerta”.

Los pobres tienen que llegar a tiempo, tienen que llegar en buena ocasión, tienen que llegar antes, porque a todos no se les podía dar. Y la Eustaquia la pobre, que no tenía padre ni madre, que era una pobrecita tonta, llegaba tarde o estuvo aquí ayer, o no llegaba el jueves a las casas donde daban limosna los jueves, o no llegaba los domingos, a las casas que daban limosna los domingos. Y rodaba y rodaba de puerta en puerta, cosechando “Perdona por Dios” y molestando, siempre molestando.

Y alguien, alguna vez, para que no molestara, por no sentirla, porque allí iba a estar mejor, porque allí le iban a dar de comer, porque allí iba a estar más atendida se encargó de buscarle otro alojamiento para que se la llevaran. Y algún alcalde, o persona influyente, hizo gestiones, y pocos días después, en un coche y sin que ella quisiera, sin querer abandonar su casilla de la calle Sierra, llorando la montaron y se la llevaron porque allí iba a estar mejor.

Pocos días después de que esto sucediera, me enteré que se la habían llevado y nunca más volví a saber nada de la Eustaquia. Nunca supe si este cambio fue bueno o malo para ella. No sé si se adaptó o no a vivir en la otra residencia. No sé si desde allí añorara sus trozos de pan, su puchero con las sobras, su casilla de la calle Sierra… esas pequeñas cosas que nos rodean y que sólo nos damos cuenta de su valor cuando las perdemos. Y entonces, sí que las echamos en falta.

Hace muchos años, más de cuarenta, que se la llevaron. Debía tener alrededor de setenta, y aunque no he sabido nada de su muerte, pienso que ha de llevar muchos años enterrada. Pero cuando paso por su humilde casilla de la calle Sierra, guardo un sentido recuerdo de aquella mujer que vivió allí de la caridad pública, que los chicos la asustaban con piedras y palos y le decían Mona. Y como ella decía no tenía ni padre, ni madre y era una pobrecica tonta.

VALENTÍN VILLALÓN
http://poemasdevalentinvillalon.blogia.com/

El jardinero de las nubes
http://eljardinerodelasnubes.blogspot.com/

8 comentarios:

Anónimo dijo...

Precioso y conmovedor relato. D.Valentin siga Vd. deleitándonos con su maestría .

Anónimo dijo...

El jardinero no tiene nada que compararse con usted y se queda como un aficionadillo, en horabuena D. Valentín.

Anónimo dijo...

Me ha encantado su relato. yi siy mas de prosa que de poesía, como ha dicho el primer comentario conmovedor y presioso, sobre todo cuando lo relacionas con tantas y tantas personas que han sufrido y sufren estas vejaciones que nos cuenta en su delicadisomo relato.

trobador dijo...

Dom Valentin, solo puedo decir, que me encanta, me emocina por que lo leo y lo siento, solo decir EXCELENTE.
RECIBA LAS GRACIAS DE SU ADMIRADOR TROBADOR

Valentín Villalón dijo...

Lamento el comentario realizado por una persona en el sentido de quitar mérito al Jardinero de las Nubes aunque el beneficiario de tal comentario sea yo.

Anónimo dijo...

Es Vd. una excelente persona y se nota en cada acto, en cada palabra...

Aldeano emigrante dijo...

Soy aldeano de nacimiento, hasta que a los 19 años tuve que emigrar como tanta gente. No por eso he perdido mis raíces, las que llevo dentro de mi, es por lo que me interesan todas las cosas que pasan en mi pueblo. Por eso me ha llamado tanto la atención el don que tiene nuestro querido, admirado, buena persona y mejor poeta, Don Valentín Villalón, al cual conozco desde que yo era un niño. Al leer sus poesías me ha hecho revivir mi niñez, ubicándome en cada lugar que él va narrando. Sobre todo hay un relato, dedicado a una persona de Aldea, que me ha hecho llorar; el recuerdo de MONA. MONA. MONA. La Eustaquia.
Que pena, Don Valentín, que hayas empezado tan tarde a publicar tus poesías y relatos, que tanto gustan, sobre todo a los aldeanos como yo.
Gracias por todo Valentín. Un aldeano que lo es. Te deseo lo mejor.

Anónimo dijo...

NUNCA ES DEMASIADO TARDE....

 

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