Capítulo VII
EL CORRALILLO, EL HUERTO, EL POZO Y LA PILA
Tenía la iglesia un espacio anexo por su parte sur, este y norte al que se le conocía por el nombre de “el corralillo del cura”. En su parte sur, en un ángulo, separado por un murete, había un excusado para hacer las aguas menores, como se decía antes. No poseía pozo ciego, sólo la tierra batida. Un apretón, y salir de la iglesia pitando sería lo más conveniente. Los cuartos de baño no existían tal como los conocemos hoy; la mayoría de las casas no los tenían, y menos la iglesia. Así que la gente se iba a las viviendas próximas y de confianza. En aquella época, D. Pablo y Lorencico lo tenían que hacer ahí. Hoy en día, creo que la iglesia no tiene aún cuarto de baño para una emergencia, exceptuando el existente en el salón parroquial.
A su lado se situaba, entre la puerta que daba a la calle de la Iglesia y al callejón que la une a la calle Real, el pozo y una pila redonda, enorme, que fue en su tiempo de bautismo. Siguiendo hacia el este, empezaba el antiguo cementerio, que iba bordeando la iglesia por su cara norte hasta la torre. Cuando D. Vicente se instaló en su nueva casa, este espacio aún tenía restos del antiguo camposanto: trozos de cruces, mármol y numerosos huesos que afloraban a la superficie. Dioni, que sabía de hortelano, le preparó el espacio que daba a la calle Real como huerto. Sacó muchos huesos, que llevamos a los montones de escombros de la parte norte cuando acondicionó las parcelas para sembrar habas, cebollas, lechugas y, más tarde, todas las hortalizas que pudo cultivar en el pequeño espacio.
Llegó el verano, y todos los monagos participábamos en el riego del huerto, llenando la pila con el agua del pozo. Pero no sólo servía para regar, sino también para bañarnos. Nos metíamos en pelotas, pues no teníamos bañador, y disfrutábamos de lo lindo. Un día la algarabía que armamos tirándonos agua despertó de la siesta a D. Vicente, y nos pilló in fraganti tal como nuestras madres nos echaron al mundo. No sabíamos qué hacer ni dónde meternos. Dioni, más pudoroso, pues ya tenía vello en el pubis, salió disparado al excusado. Vicente, Luis y yo, más inocentes, no nos atrevimos a salir de la pila, bajamos la vista y esperamos la reprimenda… Que no hiciéramos tanto escándalo y que si no teníamos traje de baño o calzoncillos, eso fue todo lo que nos dijo D. Vicente, mientras se daba la vuelta con una sonrisa picarona. Por la noche, yo ya le estaba pidiendo a mi madre que me hiciera un pantalón de baño o de deporte. Le conté lo ocurrido, y sonriendo me dijo que ya vería. En lo sucesivo, los calzoncillos hicieron de bañador.
Fue otro verano, después que D. Vicente hubiera regresado de Argentina (adonde se marchó en misión), cuando, jugando en el corralillo, empezamos a contarnos nuestras confidencias. Lorencico, el sacristán, en ausencia de D. Vicente, que estaba de vacaciones, había retomado “el poder” y siempre estaba detrás de nosotros riñéndonos, ya que nos escaqueábamos de las obligaciones propias de monaguillo, así como de sus recados y caprichos. Además, nos prohibió que nos bañáramos en la pila.
No sé de quién surgiría la idea; lo cierto es que nos pusimos a una, los cuatro, a cavar un agujero no muy profundo entre la pila y el pozo. Lo cubrimos con palitos y papeles y esparcimos tierra encima. Si Lorencico pisaba encima, se caería en la Pila y se bautizaría por inmersión. Imaginábamos la escena, y nos desternillábamos de risa, imitando los últimos pasos de nuestra víctima tambaleante, pues éste era un poco cojitranco. Calculamos que el agujero estuviera más cerca de la pila que del pozo, pensando inocentemente que no caería a este último sitio. Colocamos la soga encima del brocal para que al acercarse al pozo, tuviera que ir del lado donde excavamos el hoyo y se cayera a la pila. Llenamos la pila hasta rebosar.
Nos olvidamos de esta fechoría. El viernes después de misa, D. Vicente nos citó a los cuatro para el sábado a las diez. Acabada la misa nos llevó al corralillo y nos pidió una explicación del dichoso agujero… Uno a uno balbuceamos una respuesta a cual más inconexa. Por fin Dioni, como era un hombrecito, habló por todos y explicó la verdad. Avergonzados como estábamos, ni siquiera nos atrevimos a preguntar qué había pasado y si habría ocurrido algo. Imaginamos después que sería D. Vicente o su sobrina, Angelita, los que al ir a por agua pisaran el hoyo y trastabillaran. Estuvo muy serio D. Vicente y nos hizo ver que esta travesura podría haber acarreado graves consecuencias.
Uno por uno fuimos colocados de rodillas en distintos rincones de la iglesia con un par de misales y epistolarios, uno en cada mano. Al cabo de media hora, las manos no podían sostener aquel peso, y los viejos libracos se nos caían. Por fin Isabel, la de Francisquillo, llegó con otra chica y oí que D. Vicente les comentaba la odisea. Yo que me encontraba cerca, miré de reojo y vi que se reían a gusto. “Podéis marcharos”, oí al poco.
Salimos prestos sin apenas cruzar unas palabras entre nosotros, cabizbajos, serios y avergonzados. Desde entonces, a Lorencico lo miramos con otros ojos. Él se daba cuenta de nuestro cambio de actitud y del respeto que le profesábamos. También comprendimos que su guerra particular con D. Vicente la tenía definitivamente perdida. Se iba haciendo mayor como D. Pablo, y ya no podía mandar como antes.
CONTINUARÁ…
Antonio Morena Ruedas.
viernes, 3 de febrero de 2012
"LOS CUATRO MONAGUILLOS" - CAPÍTULO VII
Publicado por
lagentealdeana
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11:01
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