viernes, 24 de febrero de 2012

"LOS CUATRO MONAGUILLOS" - CAPITULO VIII - DE ANTONIO MORENA

Capítulo VIII


EL NAZARENO PIERDE LA PELUCA


Cuando se acercaba la Semana Santa, la iglesia era un hervidero, talmente un hormiguero de gente entrando y saliendo. Cada grupo de mujeres se encargaba de bajar a un santo, limpiar su altar, cambiarle de túnica y preparar sus andas o su carroza. Se limpiaban los candelabros, los jarrones y floreros para las procesiones.

Para los santos más pesados, venían los carpinteros: Paco, su padre y su tío. El maestro, D. Ramón Zamora, se encargaba de preparar el Monumento. Constaba de un túmulo o altar preparado para el Jueves Santo, con una arquita a manera de sepulcro, en la que se colocaba la segunda hostia consagrada este día, para reservarla hasta los oficios del Viernes Santo, en que se consume.

D. Ramón era un artista en esta clase de decoración. Sabía conjugar con maestría las plantas con sus jarrones, las telas, los candelabros y cualquier objeto decorativo. Generalmente era una especie de altar con escalones, en cuya cima se situaba la arquita.

Los monaguillos ayudábamos a Lorencico en la preparación de toda la vestimenta para la liturgia de la Semana Santa; y a veces, si faltaban manos, también nos daba un trapo y limpiábamos los candelabros del altar con Mistol. El olor a este producto me trae siempre el recuerdo de la Semana Santa y sus procesiones. Ayudábamos a tapar con los velos morados el resto de santos que no participaban en la Semana Santa, en señal de duelo.

El duelo, el luto por la muerte de un ser querido, era un ritual que había que seguir al pie de la letra, y sobre todo quienes lo sufrían eran las mujeres de cualquier edad: ropa negra, sin poder salir los domingos y festivos y sobre todo en la feria. Esto ahora no tiene sentido, pero antes era algo normal. Y había que cumplirlo a rajatabla. Los más allegados al difunto, desde niños a mayores, eran vestidos de negro de pies a la cabeza. La presión de la sociedad influía mucho. Además el catolicismo español, poco dado a los cambios sustanciales, exaltaba el dolor, el luto y el llanto (“la vida es un valle de lágrimas “), y estas prácticas tenían gran calado en la sociedad de aquella época.

Hasta hace poco, en mi pueblo, Aldea, cada vez que moría alguien, una señora, “La Rezaora”, iba avisando de la noticia casa por casa y en especial en las de los familiares, al tiempo que comunicaba la hora del rezo de oraciones y del rosario en casa del difunto, por la salvación de su alma, que ella, “La Rezaora”, dirigía. Era y es un resto de aquellas antiguas plañideras de la antigüedad. En fin, que no hemos cambiado mucho.

Un día de esos, después de asistir a alguna ceremonia vespertina, nos despedimos de D. Vicente, y salimos Luis, Vicente y yo de la sacristía. La iglesia vacía, a oscuras, puesto que estaba anocheciendo. Ya habíamos perdido la costumbre de tomar el pasillo central, ya que los santos nos eran familiares. De repente, al cruzar por la capilla de Jesús Nazareno, no pudimos creer lo que estábamos viendo... La hermosa peluca de Jesús había desaparecido, y en su lugar relucía una bola de billar de color de cera.

Nos quedamos petrificados ante tal visión. No solamente no tenía pelo, sino que tampoco tenía túnica. Estaba semidesnudo, con una saya, y su mirada se clavó en las nuestras como si nos pidiera algo. Nuestros ojos se encontraron. Luis me dio la mano, y en un santiamén, chillando y corriendo por entre los bancos amontonados para la limpieza, salvamos la distancia que nos separaba de la puerta. Vicente llegó el primero e intentó abrir la puerta. Imposible abrirla, mirábamos para atrás, un nuevo esfuerzo de los tres, y por fin en la calle.

Reíamos por no llorar, en mitad de un ataque de nervios. Nos calmamos ya fuera, en la explanada de la iglesia, camino de nuestras casas, preguntándonos por qué el Nazareno no tenía pelo. Ante la evidencia nos echamos a reír, prometiendo no contárselo a Dioni, que se reiría de lo lindo a costa nuestra.

Ya en casa, me faltó tiempo para contarle a mi madre nuestra peripecia. Se reía a gusto en tanto que yo, medio avergonzado por mi falta de valor, penetraba en la despensa.

-Vaya un par de valientes -oí que le comentaba a una de mis hermanas.

Resultaba que el grupo de mujeres había dejado a medias la limpieza (para concluirla al siguiente día) y a Jesús Nazareno sin túnica y sin peluca. Ésta se limpiaba y peinaba o se sustituía por otra nueva en la procesión del sábado, viernes y jueves. Fue la explicación que nos dieron.

Esta historia la recuerdo cada vez que paso por la capillita de Jesús Nazareno.

CONTINUARÁ…

Antonio Morena Ruedas.
 

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