ALÍN MI AMIGO. UNA AMISTAD HEREDADA.
Lo conocí cuando al llegar a la escuela, nos sentaron en la misma mesa, frente a la mesa del Maestro, que era un hombre serio, y que al dirigirse a los alumnos lo hacía en un tono fuerte y poco halagador. Esto nos hizo, que aquella mañana, asustados por la presencia del Maestro no intercambiáramos palabra alguna. Nos conocíamos de habernos visto en la calle, los dos sabíamos como nos llamábamos.
A nuestras familias, que eran amigas, les pareció muy bien que ambos coincidiéramos en el mismo pupitre.
Aunque aquella mañana en clase no hablamos, al salir nos fuimos juntos a nuestras casas y al volver pasó a mi casa a recogerme y juntos bajamos a la escuela.
Desde entonces no nos volvimos a separar. Cuando el tiempo estaba bueno, solíamos
ir con otros compañeros, a La Piedra, La Cueva, alguna vez, hasta El Cerro De La Plaza, a no ser que en las tardes de invierno nos quedáramos en el corral de mi casa jugando con los mochos, a la tángana o haciendo chozos con las gavillas o la ramoniza del corral, y si hacía mucho frío echábamos lumbre en la cocina de los gañanes. En la primavera, íbamos a coger nidos de tórtolas a los olivares y en los veranos nuestras principales aficiones eran ir a la era, subir a los trillos y hacer correr a las cuellas, y a la hora de soltar, montarnos en ellas y corriendo llevarlas al Pilar a que bebieran agua. Después íbamos a bañarnos en la alberca de la huerta. Nos bañábamos todos los días muchas veces, algunos hasta cinco o seis, porque si después de bañarnos y ya vestidos, llegaba otro que se hubiera dormido, nos volvíamos a cambiar y otra vez dentro, aunque minutos antes nos hubiéramos comido unas pocas frutas sin madurar.
Era entrañable, conocía a todo el pueblo, chicos o grandes, mujeres u hombres, con todos hablaba, si yo no conocía a alguno me decía quién era él y quién era su familia. Un día, al llegar a la escuela, uno de los chicos con quien me encontré esperando a que abrieran la puerta me dijo que Alín te está buscando por allí abajo. Fui hacia donde me había dicho el chico que me buscaba, y enseguida lo vi llegar diciéndome: vente que te voy a enseñar a un chiquillo colorao, que han traído de Las Cuatro Esquinas; enseguida el chiquillo empezó a juntarse y a hablar con nosotros y con el “Colorao” hemos mantenido una buena relación a lo largo de nuestra vida.
Se parecía mucho a su padre en la cara, en el genio, en su forma de ser y hasta en la forma de reírse, siempre preocupado por su familia, por cualquier cosa que a ella le afectara y siempre dispuesto a hacer lo necesario por cualquiera de ellos y eso ha sido así a lo largo de toda su vida.
Buscando entre los pliegues de mi memoria encuentro tantos recuerdos, tantas cosas que contar, que este relato se haría interminable. Fueron pasando los años y nos fuimos haciendo mayores, fuimos creciendo, dejaron de interesarnos los juegos y otras nuevas inquietudes nos fueron apareciendo. Teníamos ya otras cosas que más nos preocupaban, que más nos inquietaban. Un día le dije al cruzarnos con una chica, que pertenecía al grupo con las que habitualmente nos parábamos a hablar los días de fiesta o domingos, a la hora del paseo: ésta te trae de cabeza, le dije. Ésta igual que todas, contestó. Ni le hablas con la misma voz ni la miras con los mismos ojos, contesté. Es verdad, me dijo, para qué te voy a engañar, si no lo he hecho nunca.
Aquel año él se fue a Madrid pocos días después de haberme ido yo. Seguimos viéndonos. Los domingos nos juntábamos en mi casa y de allí, en el metro, nos íbamos al Palacio de los Deportes de Gran Vía, no porque nos gustasen los futbolines, ni el tenis de mesa, ni salir a la pista a patinar. Aquello era lugar de encuentro de chicos y chicas de nuestra edad, donde esperábamos encontrar a la chica que, en aquella época, con tanto empeño buscábamos.
Desde que era chico siempre he hablado mucho con las personas mayores, la muerte de mi padre hizo, que sus amigos se acercaran a mí, hablaran conmigo, esto hizo que yo hablara con personas mayores desde muy joven y que me sintiera mayor.
Cuando iba desde mi casa a casa de mis tías, a la huerta, a la bodega, solía encontrarme con Enrique Romero, padre de estos amigos, que siempre se quedaba un rato hablando conmigo. Me preguntaba por el caballo, a dónde iba, de dónde venía, qué hacíamos o qué pensábamos hacer. Si iba a su casa, o él iba a la mía, nos trataban como si fuéramos un familiar más. Recuerdo a mi tía Elisea, que era hermana de mi abuelo, y, por tanto, no pertenecía a la generación de nuestros padres sino a la de nuestros abuelos, siempre nos recordaba la amistad que su abuelo Pascual había tenido con el marido de mi tía, los días de caza, ya que ambos eran muy aficionados a cazar con jaula, y a la tertulia en el casino. Mi tía, siempre nos hablaba de su abuelo. Guardo en mi memoria la semblanza que Aureliano Aceña, gran poeta festivo, y esposo de mi tía, había hecho de Pascual Romero, abuelo de Alín. Habían nacido en el mismo pueblo, habían compartido aficiones eran casi de la misma edad y la muerte también le había llegado casi juntos. Y sí que se notaba en la semblanza que le hizo Aureliano a Pascual, que eran buenos amigos.
En Madrid seguíamos igual y aunque algunas tardes cambiáramos El Palacio de los Deportes por El Retiro no quiere decir esto, que nuestras inquietudes fueran otras, seguían siendo las mismas. Un domingo, lo estuve esperando y no llegó. Al día siguiente al atardecer vino a mi casa y me contó lo que le había pasado. Había empezado a salir con la chica, con la que años después compartió su vida. A partir de entonces nos veíamos menos pero seguíamos siendo los mismos amigos, nos veíamos cuando venía al pueblo y eran pocas las veces que en Madrid nos veíamos, la vida nos iba separando.
Recuerdo de aquella época un artículo publicado en el periódico ABC, en el que uno de sus colaboradores, escribía a propósito de la muerte de un amigo, y decía en una reunión de amigos y conocidos de la persona que había muerto, mientras esperaban la salida de su entierro: he sido el mas amigo que ha tenido, hacía veinte años que no lo veía, y otro señor allí presente dijo: era yo más amigo, hacía cuarenta años que no lo había visto. Y eso mismo pensaba yo, nos veíamos tan pocas veces.
Tenía él la idea de venirse a vivir al pueblo cuando muriese su suegra, me lo había dicho en varias ocasiones y su hermano Enrique también. Ellos tenían aquí una buena casa en la calle Real, cómoda y bien acondicionada. Él no pensaba venirse mientras su suegra viviera, tenía ya noventa y cuatro años, siempre había vivido con ellos y aunque sus hijos ya vivían independientes no pensaba dejarla sola.
El día de su muerte, me dijo Alejandra: han dicho que se ha muerto Alín, habrá sido alguna de sus hermanas, dijo. No, contesté, ha sido él, su hermano Enrique, que había estado aquí, veinte días antes, me había dicho, que lo veía más flojo, y esto me hizo pensar que la muerte se había adelantado a sus ilusiones. Alejandra salió a preguntar otra vez y en la calle le confirmaron lo que ya le habían dicho antes, había muerto Alín y el entierro iba a ser mañana a las once.
Ese día fue para evocar recuerdos, tantos hechos llegaban a mi memoria, habíamos compartido tantas cosas, desde que nos encontramos en la escuela un quince de Septiembre de hace ya tantos años. Nunca discutimos, nunca dejamos de hablarnos, aunque fuera sólo por unas horas. En cierta ocasión, un día, al llegar a la escuela me dijo: ya no me hablo con mi hermano, discutimos anoche y ya no nos hablamos. Le pregunté por qué había sido, nada contestó, no quise incidir más, y cuando salíamos de clase a la una, vio a su hermano, que iba por la acera de enfrente, y se quedaba parado, hablando con otros muchachos: Enrique, no te quedes ahí, que tenemos que comer, dijo. Si no te hablas con él, cómo es que lo llamas, le dije. Es mi hermano, contestó.
Comprendí la respuesta y seguimos hablando sin incidir en aquello. Pensé entonces, que Aurelio no quería prolongar la enemistad con su hermano Enrique, decisión ésta que me pareció acertada. Con el paso de los años, viendo lo unida que estaba esta familia he recordado y valorado aquel acto, cuyo recuerdo mantuve siempre archivado entre los pliegues de mi memoria.
El día del entierro, al llegar a la iglesia, con las personas que esperaban la llegada, estaba su hermana Enriqueta y dos de sus hijos, abracé a su familia y juntos esperamos que el féretro llegara. Minutos después llegaba la funeraria en la que venía Aurelio, con su hermano Enrique y su hijo mayor. Al bajarse, Enrique se dirigió a mí diciéndome: ya te traigo a tu amigo. Nos fundimos en un fuerte abrazo y las lágrimas bañaron nuestras mejillas. Las despedidas, los adioses son siempre tristes. En la iglesia se las atribuyen a decisiones de Dios, yo no me atrevo a echarle a nadie la culpa, y no pienso que Dios haga todo lo que en la Iglesia le atribuyen. Sé que la vida es así, que la tristeza va unida a la vida, que los recuerdos tristes son parte integrante de mi yo, y que mientras las células de mi cerebro se muevan organizadas, seguiré evocando emocionado los recuerdos tristes de los frutos amargos, que a lo largo de la vida me ha tocado recolectar.
De la iglesia nos dirigimos al cementerio era una mañana fría de noviembre. Cuando llegamos ya estaba abierto el panteón familiar donde iba a ser enterrado. Los asistentes rodeamos el panteón, algunos gorriones revoloteaban entre los cipreses, el silencio era total. Llegó el ataúd que depositaron en el suelo, mientras lo sujetaban con cuerdas para introducirlo en la fosa. Recordé los versos de Machado en su poema ¨En el entierro de un amigo cuando dice: “Un golpe de un ataúd en tierra / es algo perfectamente serio”.
Depositaron el féretro en la tumba, mientras tapaban la fosa, poco a poco los asistentes fueron saliendo. En la puerta del cementerio nos despedimos de su familia, les dije, que aunque nos viéramos poco, o no nos viéramos nunca seguiríamos siendo amigos. Uno de sus hijos dijo: siempre que vengamos iremos a verte.
El sepulturero salió del cementerio cerrando la puerta que chirrió con fuerza. Montaron en los coches y arrancaron. Desde las ventanillas nos dijeron adíos, era domingo y querían llegar a Madrid antes que la afluencia de coches taponara la entrada.
Nos quedamos en el borde del camino un poco, me acerqué a la puerta, miré por una de las cancelas, los pajarillos seguían allí, revoloteando entre los cipreses. Vino a mí el recuerdo de este poema, que había escrito hace ya muchos años.
CAMPOSANTO
La puerta, junto al camino.
Sobre la puerta una lámpara.
En la lámpara, silencio.
Y en el silencio, las tapias.
Entre las tapias, cipreses,
y entre los cipreses, lápidas.
Bajo las losas, los huesos.
Bogando entre los recuerdos.
encontraréis a las almas.
Lo conocí cuando al llegar a la escuela, nos sentaron en la misma mesa, frente a la mesa del Maestro, que era un hombre serio, y que al dirigirse a los alumnos lo hacía en un tono fuerte y poco halagador. Esto nos hizo, que aquella mañana, asustados por la presencia del Maestro no intercambiáramos palabra alguna. Nos conocíamos de habernos visto en la calle, los dos sabíamos como nos llamábamos.
A nuestras familias, que eran amigas, les pareció muy bien que ambos coincidiéramos en el mismo pupitre.
Aunque aquella mañana en clase no hablamos, al salir nos fuimos juntos a nuestras casas y al volver pasó a mi casa a recogerme y juntos bajamos a la escuela.
Desde entonces no nos volvimos a separar. Cuando el tiempo estaba bueno, solíamos
ir con otros compañeros, a La Piedra, La Cueva, alguna vez, hasta El Cerro De La Plaza, a no ser que en las tardes de invierno nos quedáramos en el corral de mi casa jugando con los mochos, a la tángana o haciendo chozos con las gavillas o la ramoniza del corral, y si hacía mucho frío echábamos lumbre en la cocina de los gañanes. En la primavera, íbamos a coger nidos de tórtolas a los olivares y en los veranos nuestras principales aficiones eran ir a la era, subir a los trillos y hacer correr a las cuellas, y a la hora de soltar, montarnos en ellas y corriendo llevarlas al Pilar a que bebieran agua. Después íbamos a bañarnos en la alberca de la huerta. Nos bañábamos todos los días muchas veces, algunos hasta cinco o seis, porque si después de bañarnos y ya vestidos, llegaba otro que se hubiera dormido, nos volvíamos a cambiar y otra vez dentro, aunque minutos antes nos hubiéramos comido unas pocas frutas sin madurar.
Era entrañable, conocía a todo el pueblo, chicos o grandes, mujeres u hombres, con todos hablaba, si yo no conocía a alguno me decía quién era él y quién era su familia. Un día, al llegar a la escuela, uno de los chicos con quien me encontré esperando a que abrieran la puerta me dijo que Alín te está buscando por allí abajo. Fui hacia donde me había dicho el chico que me buscaba, y enseguida lo vi llegar diciéndome: vente que te voy a enseñar a un chiquillo colorao, que han traído de Las Cuatro Esquinas; enseguida el chiquillo empezó a juntarse y a hablar con nosotros y con el “Colorao” hemos mantenido una buena relación a lo largo de nuestra vida.
Se parecía mucho a su padre en la cara, en el genio, en su forma de ser y hasta en la forma de reírse, siempre preocupado por su familia, por cualquier cosa que a ella le afectara y siempre dispuesto a hacer lo necesario por cualquiera de ellos y eso ha sido así a lo largo de toda su vida.
Buscando entre los pliegues de mi memoria encuentro tantos recuerdos, tantas cosas que contar, que este relato se haría interminable. Fueron pasando los años y nos fuimos haciendo mayores, fuimos creciendo, dejaron de interesarnos los juegos y otras nuevas inquietudes nos fueron apareciendo. Teníamos ya otras cosas que más nos preocupaban, que más nos inquietaban. Un día le dije al cruzarnos con una chica, que pertenecía al grupo con las que habitualmente nos parábamos a hablar los días de fiesta o domingos, a la hora del paseo: ésta te trae de cabeza, le dije. Ésta igual que todas, contestó. Ni le hablas con la misma voz ni la miras con los mismos ojos, contesté. Es verdad, me dijo, para qué te voy a engañar, si no lo he hecho nunca.
Aquel año él se fue a Madrid pocos días después de haberme ido yo. Seguimos viéndonos. Los domingos nos juntábamos en mi casa y de allí, en el metro, nos íbamos al Palacio de los Deportes de Gran Vía, no porque nos gustasen los futbolines, ni el tenis de mesa, ni salir a la pista a patinar. Aquello era lugar de encuentro de chicos y chicas de nuestra edad, donde esperábamos encontrar a la chica que, en aquella época, con tanto empeño buscábamos.
Desde que era chico siempre he hablado mucho con las personas mayores, la muerte de mi padre hizo, que sus amigos se acercaran a mí, hablaran conmigo, esto hizo que yo hablara con personas mayores desde muy joven y que me sintiera mayor.
Cuando iba desde mi casa a casa de mis tías, a la huerta, a la bodega, solía encontrarme con Enrique Romero, padre de estos amigos, que siempre se quedaba un rato hablando conmigo. Me preguntaba por el caballo, a dónde iba, de dónde venía, qué hacíamos o qué pensábamos hacer. Si iba a su casa, o él iba a la mía, nos trataban como si fuéramos un familiar más. Recuerdo a mi tía Elisea, que era hermana de mi abuelo, y, por tanto, no pertenecía a la generación de nuestros padres sino a la de nuestros abuelos, siempre nos recordaba la amistad que su abuelo Pascual había tenido con el marido de mi tía, los días de caza, ya que ambos eran muy aficionados a cazar con jaula, y a la tertulia en el casino. Mi tía, siempre nos hablaba de su abuelo. Guardo en mi memoria la semblanza que Aureliano Aceña, gran poeta festivo, y esposo de mi tía, había hecho de Pascual Romero, abuelo de Alín. Habían nacido en el mismo pueblo, habían compartido aficiones eran casi de la misma edad y la muerte también le había llegado casi juntos. Y sí que se notaba en la semblanza que le hizo Aureliano a Pascual, que eran buenos amigos.
En Madrid seguíamos igual y aunque algunas tardes cambiáramos El Palacio de los Deportes por El Retiro no quiere decir esto, que nuestras inquietudes fueran otras, seguían siendo las mismas. Un domingo, lo estuve esperando y no llegó. Al día siguiente al atardecer vino a mi casa y me contó lo que le había pasado. Había empezado a salir con la chica, con la que años después compartió su vida. A partir de entonces nos veíamos menos pero seguíamos siendo los mismos amigos, nos veíamos cuando venía al pueblo y eran pocas las veces que en Madrid nos veíamos, la vida nos iba separando.
Recuerdo de aquella época un artículo publicado en el periódico ABC, en el que uno de sus colaboradores, escribía a propósito de la muerte de un amigo, y decía en una reunión de amigos y conocidos de la persona que había muerto, mientras esperaban la salida de su entierro: he sido el mas amigo que ha tenido, hacía veinte años que no lo veía, y otro señor allí presente dijo: era yo más amigo, hacía cuarenta años que no lo había visto. Y eso mismo pensaba yo, nos veíamos tan pocas veces.
Tenía él la idea de venirse a vivir al pueblo cuando muriese su suegra, me lo había dicho en varias ocasiones y su hermano Enrique también. Ellos tenían aquí una buena casa en la calle Real, cómoda y bien acondicionada. Él no pensaba venirse mientras su suegra viviera, tenía ya noventa y cuatro años, siempre había vivido con ellos y aunque sus hijos ya vivían independientes no pensaba dejarla sola.
El día de su muerte, me dijo Alejandra: han dicho que se ha muerto Alín, habrá sido alguna de sus hermanas, dijo. No, contesté, ha sido él, su hermano Enrique, que había estado aquí, veinte días antes, me había dicho, que lo veía más flojo, y esto me hizo pensar que la muerte se había adelantado a sus ilusiones. Alejandra salió a preguntar otra vez y en la calle le confirmaron lo que ya le habían dicho antes, había muerto Alín y el entierro iba a ser mañana a las once.
Ese día fue para evocar recuerdos, tantos hechos llegaban a mi memoria, habíamos compartido tantas cosas, desde que nos encontramos en la escuela un quince de Septiembre de hace ya tantos años. Nunca discutimos, nunca dejamos de hablarnos, aunque fuera sólo por unas horas. En cierta ocasión, un día, al llegar a la escuela me dijo: ya no me hablo con mi hermano, discutimos anoche y ya no nos hablamos. Le pregunté por qué había sido, nada contestó, no quise incidir más, y cuando salíamos de clase a la una, vio a su hermano, que iba por la acera de enfrente, y se quedaba parado, hablando con otros muchachos: Enrique, no te quedes ahí, que tenemos que comer, dijo. Si no te hablas con él, cómo es que lo llamas, le dije. Es mi hermano, contestó.
Comprendí la respuesta y seguimos hablando sin incidir en aquello. Pensé entonces, que Aurelio no quería prolongar la enemistad con su hermano Enrique, decisión ésta que me pareció acertada. Con el paso de los años, viendo lo unida que estaba esta familia he recordado y valorado aquel acto, cuyo recuerdo mantuve siempre archivado entre los pliegues de mi memoria.
El día del entierro, al llegar a la iglesia, con las personas que esperaban la llegada, estaba su hermana Enriqueta y dos de sus hijos, abracé a su familia y juntos esperamos que el féretro llegara. Minutos después llegaba la funeraria en la que venía Aurelio, con su hermano Enrique y su hijo mayor. Al bajarse, Enrique se dirigió a mí diciéndome: ya te traigo a tu amigo. Nos fundimos en un fuerte abrazo y las lágrimas bañaron nuestras mejillas. Las despedidas, los adioses son siempre tristes. En la iglesia se las atribuyen a decisiones de Dios, yo no me atrevo a echarle a nadie la culpa, y no pienso que Dios haga todo lo que en la Iglesia le atribuyen. Sé que la vida es así, que la tristeza va unida a la vida, que los recuerdos tristes son parte integrante de mi yo, y que mientras las células de mi cerebro se muevan organizadas, seguiré evocando emocionado los recuerdos tristes de los frutos amargos, que a lo largo de la vida me ha tocado recolectar.
De la iglesia nos dirigimos al cementerio era una mañana fría de noviembre. Cuando llegamos ya estaba abierto el panteón familiar donde iba a ser enterrado. Los asistentes rodeamos el panteón, algunos gorriones revoloteaban entre los cipreses, el silencio era total. Llegó el ataúd que depositaron en el suelo, mientras lo sujetaban con cuerdas para introducirlo en la fosa. Recordé los versos de Machado en su poema ¨En el entierro de un amigo cuando dice: “Un golpe de un ataúd en tierra / es algo perfectamente serio”.
Depositaron el féretro en la tumba, mientras tapaban la fosa, poco a poco los asistentes fueron saliendo. En la puerta del cementerio nos despedimos de su familia, les dije, que aunque nos viéramos poco, o no nos viéramos nunca seguiríamos siendo amigos. Uno de sus hijos dijo: siempre que vengamos iremos a verte.
El sepulturero salió del cementerio cerrando la puerta que chirrió con fuerza. Montaron en los coches y arrancaron. Desde las ventanillas nos dijeron adíos, era domingo y querían llegar a Madrid antes que la afluencia de coches taponara la entrada.
Nos quedamos en el borde del camino un poco, me acerqué a la puerta, miré por una de las cancelas, los pajarillos seguían allí, revoloteando entre los cipreses. Vino a mí el recuerdo de este poema, que había escrito hace ya muchos años.
CAMPOSANTO
La puerta, junto al camino.
Sobre la puerta una lámpara.
En la lámpara, silencio.
Y en el silencio, las tapias.
Entre las tapias, cipreses,
y entre los cipreses, lápidas.
Bajo las losas, los huesos.
Bogando entre los recuerdos.
encontraréis a las almas.
Fdo. Valentín Villalón