lunes, 1 de marzo de 2010

CUENTOS Y RELATOS: "UN MENDIGO. EUSEBIO" DE D. VALENTÍN VILLALÓN

"UN MENDIGO. EUSEBIO."

Vivía en una casilla de la calle Concejo, detrás de la Ermita, de la caridad pública. Todas las mañanas salía de su casa a pedir. “Una limosna por caridad”… decía llamando de puerta en puerta.
Era bajito, con ojos azules y redondos, viudo, su mujer había muerto antes de que yo lo conociera. Igual que tenía que pedir para comer, lo tenía que hacer para vestirse. Vestía con la ropa usada que le daban. Fumaba con las colillas de tabaco que encontraba en el suelo, se calentaba con las gavillas que le daban y con la leña seca que traía a sus espaldas, cuando el tiempo le dejaba acercarse por el camino de la Piedra hasta la Muela, donde con una cuerda hacía su haz de leña seca y con él cargado, volvía al pueblo, cuando las sombras de los cerros empezaban a crecer. Guardo en mi memoria la imagen de aquel hombre descansando, parado en una de las piedras que hay junto a las zarzas.
En la hora en que los chicos subíamos, cuando salíamos de la escuela, hasta la Piedra la Muela incluso hasta el Cerro de la Plaza, solíamos cruzarnos con él, que se paraba y hablaba con nosotros, de nuestros proyectos, nos preguntaba adónde íbamos, por nuestras aficiones. nuestros gustos. Nos trataba como amigos, nos decía adiós si se encontraba con nosotros en la calle, era atento cariñoso y bueno.
Con la ropa holgada siempre, a veces tenía que darle una vuelta a las mangas de la chaqueta para que no le tapara las manos, o a los pantalones para que no se mancharan de barro; éstos se los ceñía con una tomiza. No podía acercarse a un zapatero a que le hicieran una correa, con lo caro que estaba el material, ni podría comprarse nunca unos zapatos; por eso, los zapatos que llevaba siempre le estaban grandes.
El dinero que sacaba lo necesitaba para comer. Cuando podía, compraba una peseta de sardinas de cuba, un cuartillo de vino, dos pesetas de bacalao, cuarto de kilo de harina de pitos, y con esto tenía para cenar tres o cuatro noches, y cenaba caliente, o un par de cuartillos de suero, lo que con cualquier mendrugo de pan duro que tuviera le salvaban la cena.
En algunas casas siempre le daban pan como limosna y esto le hacía sentir cierta tranquilidad, “que el pan no me falte…” se decía a sí mismo. Con la ropa le pasaba igual, él sabía que ropa nueva no se iba a poder comprar nunca, y aunque no era muy mañoso, sabía coserse un botón, un enganche que se hiciera en la ropa. Sabía que para él, nunca la ropa nueva estaría a su alcance, pero la ropa tampoco le faltaba, siempre encontraba alguien que le daba una chaqueta, unos pantalones, camisas, ropa interior, antes que terminara la que tenía en uso ya tenía otra para ponerse.
Con el jabón le pasaba lo mismo, siempre había quien le diera un trozo antes de terminar el anterior. Cuando en su diario quehacer iba por la calle, alguien encontraba que le decía: “espera Eusebio, que ayer hice jabón y te voy a sacar un trozo, no pierdas la costumbre que tienes de ir siempre limpio, como vas ahora”. Si, con este trozo tengo para mucho tiempo, el jabón que se hace en las casas es muy bueno y dura mucho. “Dios te lo pague” decía, y seguía con su diario quehacer.
Vivía con cierta tranquilidad aunque tuviera que salir todas las mañanas a pedir el pan la comida, la ropa, el jabón, la lumbre y lo único que buscaba era no perder lo que tenía, unos trozos de leña ardiendo en la cocina, la cama con las sábanas y las mantas para el invierno, y unas veces una cosa y otras veces otra, hambre no pasaba. Eran años difíciles y otros muchos andaban peor que él.
Se acostaba temprano, una vez que cenaba se decía: “aquí no hago más que gastar leña”. ¿Qué hago aquí sin tener con quien hablar, sin nadie que me escuche? Mejor estoy acostado, ahorro leña y el aceite del candil, los pobres no nos podemos acostar tarde.
Solía ir a las procesiones, a cumplir, a los entierros, a la plaza los domingos por la mañana. Recuerdo verlo en la calle con su gorra de visera, con una tomiza ciñéndole los pantalones, que siempre le estaban grandes, como toda la ropa que llevaba puesta. Siempre nos saludábamos al cruzarnos, aunque yo sólo tuviera siete años. Alín, mi amigo, que era muy abierto, siempre le preguntaba algo, y esto nos hacía entablar conversación. Nos gustaba hablar con él, esto nos hacía mayores, que nos dijera adiós era motivo de reconocimiento hacia nosotros y eso nos halagaba. Nos contaba lo largas que se le hacían las noches del invierno desde que se acostaba hasta que empezaba a clarear por la mañana.
¡Qué duro debe de ser oír las campanadas del reloj de la plaza, las dos… las tres … las cuatro!… Así hasta la llegada de las primeras luces, y mucho más cuando lo que tienes que mirar es lo poco que has conseguido, lo que se ha perdido en el camino y ahí sí que se le habían quedado cosas. ¡Eran tantas, y las había repasado tantas veces!.. ¡Le había dado tantas vueltas! Durante el día, con lo que tenía que hacer, apenas le daba tiempo a pensar, pero las noches eran tan largas, tenía tanto tiempo para pensar… Siempre acababa igual, repasando lo que había perdido, lo que no había encontrado a su alcance, y esto era tan largo, tan triste, que pensando en ello le llegaba el amanecer.
Había perdido a su mujer a poco de casarse, a los hijos que no nacieron. Estuvo en la guerra de la que volvió sin nada y sin nada se encontró a su vuelta, sólo le quedaba su vieja casilla, en la que siempre había vivido y eso, ¿a cuenta de cuántas privaciones había sido? ¡Cuántas veces necesitó venderla y no lo hizo!
Se quedó sin trabajo y lo duro que era salir a pedir todos los días, ir de puerta en puerta cosechando “Perdona por Dios” o “estuviste aquí ayer” o “vuelve otro día”. ¡Qué malo era no tener dinero, no poder ir en el Trenillo a Puertollano a ver a la familia, o no poder montar en la viajera para ir a Ciudad Real, o curarte las enfermedades sin medicinas y qué duras eran aquellas noches contándose a sí mismo las cosas que había perdido y las que no había logrado alcanzar!
Un atardecer las vecinas lo vieron asomarse a su puerta, lo vieron triste, anduvo unos pasos y se volvió hacia su casa, las vecinas le preguntaron ¿Qué te pasa, Eusebio? No contestó, pasó a su casa y cerró la puerta. Pensaron que no les había querido contestar, tal vez no las oyera.
Ya no lo volvieron a ver vivo. A la mañana siguiente, las vecinas volvieron a llamar, nadie contestó, nadie abrió la puerta, pensaron que no quería abrirles y otra vez al siguiente día repitieron la llamada, un silencio sepulcral las aterró a todas, avisaron al Ayuntamiento. A Eusebio hacía dos días que no lo veían, y en su puerta nadie contestaba.
Cuando abrieron la puerta de la casa, lo encontraron caído en el suelo, con los ojos abiertos, tranquilo, como si no hubiera pasado nada. Estaba muerto.
Debió morir la misma tarde que le vieron salir por última vez. Puede que hiciera la última salida pensando pedir ayuda, quizás no se atreviera a ello pensando que ya había pedido bastante, y le faltó valor para pedir su última limosna.
Fdo. Valentín Villalón
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