Primitivo Benítez Acevedo, mi abuelo.
Capítulo V y último.
Cuando Carlos terminó de recitar estos versos, me preguntó, con cierta sonrisa, si los conocía. Le dije que no los había oído nunca, lo que sí sé es que la Tenienta era la esposa de un guardia civil, que a lo largo de su vida activa, había pasado por casi todos los grados del escalafón, de simple guardia a coronel, y que ésta fue amante de Feliciano desde muy joven, hasta poco antes de la muerte de éste. Ten en cuenta Carlos, le dije, que la Tenienta era prima en segundo grado tuya, a lo que Carlos, con toda rapidez contestó: y de tu padre.
Efectivamente, la Tenienta era nieta de Rafael Prado, que a la vez era también abuelo de Carlos y de mi padre, y, por tanto, prima en segundo de los dos. Has pensado ir por lana, y estabas metido hasta las orejas, le dije.
Tenía Aceña incomprensibles rarezas. Cuando iba a salir del casino, esperaba a que otro saliera y con el bastón sujetaba la puerta para salir, sin tener que tocar la puerta con la mano. Esto hacía que alguna noche, cuando veía, que en el casino quedaba poca gente, se pusiera cerca de la puerta, y que allí, esperara la salida de alguno, para con el bastón, sujetar la puerta, y así salir sin tener que tocarla. Le proporcionaba esto algunos disgustos, había veces que cansado de estar en el casino, y como quisiera salir, se ponía cerca de la puerta esperando que alguien saliera. Si los que allí estaban, se daban cuenta de que Aceña quería salir, se quedaban quietos en sus sillas, y allí esperaban hasta verlo ponerse nervioso.
Una mañana de verano, al llegar a su casa, oyó desde dentro de la sala, una voz que le decía: ¡Hermano!, miró hacía dentro y vio a Pisillo, hijo éste de una prima de su mujer, que debía tener nueve o diez años, sentado en una de sus mecedoras, con el sombrero de Aceña puesto que le tapaba hasta la boca, y con su bastón entre las piernas. Cuando Aceña, en la penumbra de la sala, logró ver a Pisillo le dijo: pariente, para ti. En aquel momento acababa de darle su sombrero y su bastón a Pisillo. Aceña nunca hubiera vuelto a coger el sombrero y el bastón aquél. Lo que nunca comprendí, es que no le diera también la mecedora.
El padre de Pisillo era Pis, y éste era el barbero que todos los días iba a afeitar a Aureliano a su casa. Hacía ya muchos años que Aureliano se había quedado huérfano, que se había casado con la hija mayor de la mayorazga, y que Aureliano había sido protagonista de los hechos que a través de estas páginas venimos conociendo.
Pasaban los años, y la vida iba dejando la huella del tiempo sobre ellos. El barbero le había contado a Aceña aquella mañana lo mal que estaba, las molestias que sentía, las malas noches que pasaba, la tristeza que lo invadía, y los malos augurios que, durante sus largas y tristes horas de insomnio, ocupaban su mente. Aceña había seguido interesado el relato que el barbero le había hecho de su estado de ánimo y de su enfermedad. El pronóstico que Aceña hizo basado en los conocimientos que de su enfermedad tuviera, no debieron dejar muy tranquilo al barbero. Las palabras, que mientras lo estaba afeitándolo, le dijo a Aureliano, nos hacen pensar que éste no le había dejado abiertas las puertas a la esperanza y así le contestó: “ahora, si supiera el día que va a ser el que me tenga que ir, no creas que me iba a ir solo”. Oyó Aureliano las palabras del barbero mientras éste paseaba su navaja de uno a otro lado de su cara y cuello.
Haciendo de tripas corazón, aguantó hasta que el barbero terminara y recogiera sus bártulos, y cuando terminó, le dijo: “pariente, mañana no vengas a afeitarme, en lo sucesivo me voy a afeitar solo”.
Pocos meses después moría el barbero, era más o menos de su edad, y la muerte de éste afectó a Aureliano. A partir de entonces decía siempre que una persona de su edad muriera, la vida de los humanos son sesenta años, a partir de aquí, ya le vamos tirando a la propina. Hacía varios años que no cazaba, iba perdiendo oído, cosa que le obligó a dejar de cazar con pájaro. Por la noche volvía pronto del casino.
Un día le dijo a su mujer, Elisea, he visto a don Laureano el notario, que iba con el Tío Gordo, y le he dicho que cuando venga al pueblo otra vez, se pase por casa, que vamos a hacer testamento. Tú, me dejas lo tuyo en usufructo, y yo te dejo lo mío en propiedad. Yo no tengo familia cercana, así que te lo dejo a ti, y haces con ello lo que quieras. ¿Y Manrique? preguntó Elisea. Manrique es mucho mayor que yo, serían sus hijas las herederas, y el parentesco iba a resultar muy largo.
Le llegó la noticia a través de su mujer, que a su cuñado Pascasio, la noche anterior, que había cenado abundantemente, ensalada real, pisto, carne de cerdo, pepinos, melón, sandía, y con todo esto, dado lo glotón que era, le había dado un cólico, que se pasó toda la noche echando por la boca, y por donde la espalda pierde su nombre. Estaba deshidratado, le estaban poniendo suero, y no sabían como aquello fuera a acabar, dado que la deshidratación había sido grande. Era un hombre de más de setenta años, y, si se le complicaba con otras cosas que le pudieran llegar, sería difícil que lo pudiera superar.
Pascasio superó su cólico, su fuerte naturaleza, y sus ganas de vivir hicieron que pronto estuviera mejor, y recuperado en pocos días. Tal vez por eso Aceña le dedicó estos versos, cambiándole el nombre por su sobrenombre completo. Cosa ésta que siempre hacía, cuando a Pascasio le hacía interpretar como protagonista, al personaje central de uno de sus poemas festivos.
Al tío Nabo Rucio,
le dio un colicucio.
Echaba ensalada,
carne digerida,
pepinos, cebollas,
pimientos, sandías,
melones y tomates,
y otras porquerías.
Capítulo V y último.
Cuando Carlos terminó de recitar estos versos, me preguntó, con cierta sonrisa, si los conocía. Le dije que no los había oído nunca, lo que sí sé es que la Tenienta era la esposa de un guardia civil, que a lo largo de su vida activa, había pasado por casi todos los grados del escalafón, de simple guardia a coronel, y que ésta fue amante de Feliciano desde muy joven, hasta poco antes de la muerte de éste. Ten en cuenta Carlos, le dije, que la Tenienta era prima en segundo grado tuya, a lo que Carlos, con toda rapidez contestó: y de tu padre.
Efectivamente, la Tenienta era nieta de Rafael Prado, que a la vez era también abuelo de Carlos y de mi padre, y, por tanto, prima en segundo de los dos. Has pensado ir por lana, y estabas metido hasta las orejas, le dije.
Tenía Aceña incomprensibles rarezas. Cuando iba a salir del casino, esperaba a que otro saliera y con el bastón sujetaba la puerta para salir, sin tener que tocar la puerta con la mano. Esto hacía que alguna noche, cuando veía, que en el casino quedaba poca gente, se pusiera cerca de la puerta, y que allí, esperara la salida de alguno, para con el bastón, sujetar la puerta, y así salir sin tener que tocarla. Le proporcionaba esto algunos disgustos, había veces que cansado de estar en el casino, y como quisiera salir, se ponía cerca de la puerta esperando que alguien saliera. Si los que allí estaban, se daban cuenta de que Aceña quería salir, se quedaban quietos en sus sillas, y allí esperaban hasta verlo ponerse nervioso.
Una mañana de verano, al llegar a su casa, oyó desde dentro de la sala, una voz que le decía: ¡Hermano!, miró hacía dentro y vio a Pisillo, hijo éste de una prima de su mujer, que debía tener nueve o diez años, sentado en una de sus mecedoras, con el sombrero de Aceña puesto que le tapaba hasta la boca, y con su bastón entre las piernas. Cuando Aceña, en la penumbra de la sala, logró ver a Pisillo le dijo: pariente, para ti. En aquel momento acababa de darle su sombrero y su bastón a Pisillo. Aceña nunca hubiera vuelto a coger el sombrero y el bastón aquél. Lo que nunca comprendí, es que no le diera también la mecedora.
El padre de Pisillo era Pis, y éste era el barbero que todos los días iba a afeitar a Aureliano a su casa. Hacía ya muchos años que Aureliano se había quedado huérfano, que se había casado con la hija mayor de la mayorazga, y que Aureliano había sido protagonista de los hechos que a través de estas páginas venimos conociendo.
Pasaban los años, y la vida iba dejando la huella del tiempo sobre ellos. El barbero le había contado a Aceña aquella mañana lo mal que estaba, las molestias que sentía, las malas noches que pasaba, la tristeza que lo invadía, y los malos augurios que, durante sus largas y tristes horas de insomnio, ocupaban su mente. Aceña había seguido interesado el relato que el barbero le había hecho de su estado de ánimo y de su enfermedad. El pronóstico que Aceña hizo basado en los conocimientos que de su enfermedad tuviera, no debieron dejar muy tranquilo al barbero. Las palabras, que mientras lo estaba afeitándolo, le dijo a Aureliano, nos hacen pensar que éste no le había dejado abiertas las puertas a la esperanza y así le contestó: “ahora, si supiera el día que va a ser el que me tenga que ir, no creas que me iba a ir solo”. Oyó Aureliano las palabras del barbero mientras éste paseaba su navaja de uno a otro lado de su cara y cuello.
Haciendo de tripas corazón, aguantó hasta que el barbero terminara y recogiera sus bártulos, y cuando terminó, le dijo: “pariente, mañana no vengas a afeitarme, en lo sucesivo me voy a afeitar solo”.
Pocos meses después moría el barbero, era más o menos de su edad, y la muerte de éste afectó a Aureliano. A partir de entonces decía siempre que una persona de su edad muriera, la vida de los humanos son sesenta años, a partir de aquí, ya le vamos tirando a la propina. Hacía varios años que no cazaba, iba perdiendo oído, cosa que le obligó a dejar de cazar con pájaro. Por la noche volvía pronto del casino.
Un día le dijo a su mujer, Elisea, he visto a don Laureano el notario, que iba con el Tío Gordo, y le he dicho que cuando venga al pueblo otra vez, se pase por casa, que vamos a hacer testamento. Tú, me dejas lo tuyo en usufructo, y yo te dejo lo mío en propiedad. Yo no tengo familia cercana, así que te lo dejo a ti, y haces con ello lo que quieras. ¿Y Manrique? preguntó Elisea. Manrique es mucho mayor que yo, serían sus hijas las herederas, y el parentesco iba a resultar muy largo.
Le llegó la noticia a través de su mujer, que a su cuñado Pascasio, la noche anterior, que había cenado abundantemente, ensalada real, pisto, carne de cerdo, pepinos, melón, sandía, y con todo esto, dado lo glotón que era, le había dado un cólico, que se pasó toda la noche echando por la boca, y por donde la espalda pierde su nombre. Estaba deshidratado, le estaban poniendo suero, y no sabían como aquello fuera a acabar, dado que la deshidratación había sido grande. Era un hombre de más de setenta años, y, si se le complicaba con otras cosas que le pudieran llegar, sería difícil que lo pudiera superar.
Pascasio superó su cólico, su fuerte naturaleza, y sus ganas de vivir hicieron que pronto estuviera mejor, y recuperado en pocos días. Tal vez por eso Aceña le dedicó estos versos, cambiándole el nombre por su sobrenombre completo. Cosa ésta que siempre hacía, cuando a Pascasio le hacía interpretar como protagonista, al personaje central de uno de sus poemas festivos.
Al tío Nabo Rucio,
le dio un colicucio.
Echaba ensalada,
carne digerida,
pepinos, cebollas,
pimientos, sandías,
melones y tomates,
y otras porquerías.
A su cuñada Teresa también la tuvo en cuenta para hacerla protagonista de alguna de sus composiciones poéticas.
En cierta época de su vida, cogió Teresa la costumbre de ponerse la ropa, que en su casa de Torralba, había de Consuelo, esposa en primeras nupcias de su marido, y que llevaba ya muerta muchos años. Con los cinco versos que a continuación transcribo dejó Aureliano constancia de aquellos hechos, que tan mal cayeron en la familia de su mujer.
Marrana jodía,
vestir de pingajos
siempre fue tu anhelo,
y ahora vas vestida
de rancia Consuelo.
A pesar de estos versos, el sentido festivo de la vida, que siempre había sentido, se iba diluyendo en él. En la tertulia del casino comentaba con los otros contertulios, que cuando llegara a la otra vida, su padre le preguntaría: ¿qué has hecho con el capital que te dejé?, a lo que tendría que contestar, se lo he dejado a los sobrinos de mi mujer, y no sé qué cara pondrá mi padre, decía. No se lo dejó a los sobrinos de su mujer, se lo dejó a su mujer, tal vez tratando de compensar con ello, los disgustos que con sus infidelidades le había hecho pasar a lo largo de su vida matrimonial. Su mujer no le pidió que le dejara nada, y nunca se lo hubiera pedido.
Se le iban haciendo los días cada vez más largos, cada vez sus salidas de la casa eran más cortas. Cada vez se mostraba más expectante a la llegada de la muerte, a la visita de la vieja dama, y esto le hacía mostrarse preocupado e inquieto. El paso del tiempo le hacía sentir cada vez más las limitaciones que éste le imponía, poco me queda por hacer pensaba, y le invadía la melancolía, hablaba menos, y su mirada fue haciéndose más triste.
Empezó a sentir molestias en el aparato digestivo, a sentir dolores en el vientre, y esto le hizo que, por consejo de su médico de cabecera, fuera a un especialista en Ciudad Real. Tras varias pruebas que le hicieron, el especialista le diagnosticó cáncer de recto. Había hablado hablado Aureliano antes con el médico, y le pidió que le dijera con toda claridad cuál era su enfermedad, ya que él esperaba lo peor, y así se lo dijo éste, con toda claridad.
De la duda pasó a la certeza, pasó de pensar que podía tener cáncer, a saber que tenía cáncer, y esto era un gran paso. En aquella época, el cáncer era una enfermedad mortal de necesidad, ya no podía esperar ningún remedio. Su enfermedad fue prolongada, triste y dolorosa. Dejó de salir, tuvo tiempo de mirar hacía atrás, y en su andada senda pudo ver las heridas que a su paso había hecho a la persona, que durante las dolorosas e interminables noches, que duró su enfermedad, veía sentada en una mecedora al lado de su cama, esperando cualquier movimiento que él hiciera, para levantarse, acercarse a él y ayudarle a resolver cualquier problema, que en ese momento le afectara.
Esperaba la llegada de “La Vieja Dama” triste, desasosegado, inquieto, tratando por todos los medios a su alcance de hacer ver a su mujer el agradecimiento que hacía ella sentía, por todas y cada una de las cosas que ésta le hiciera.
Durante su enfermedad, sintió una gran alegría con la caída de la monarquía y con la llegada de la república. Siempre tuvo una mentalidad progresista, y esto le hizo pasar unos días mejor. Para él esto fue una terapia que le hizo encontrarse bien durante unos días. Pero el cáncer seguía su camino, volvió a seguir perdiendo fuerzas, y sobre todo, ganas de vivir, hablaba poco, y desde cerca sentía ya, la larga y prolongada llamada de la muerte.
Su mujer estaba muy preocupada, había estado el cura a hacerle una visita, y él no le había pedido los sacramentos. Se cerraban todas las puertas, tampoco ella se atrevía a recomendarle que lo hiciera.
La mañana del trece de junio de mil novecientos treinta y uno, se durmió, y estuvo dormido hasta casi las cinco de la tarde. Al despertar, quiso su mujer que tomara algo, no puedo, le dijo. Después de permanecer un rato despierto, dijo: Elisea, reza, por si hay algo.
Nunca he pensado que Aureliano pidiera oraciones para él. He pensado siempre, que lo que Aureliano buscaba aquella tarde, era tranquilizar a su mujer, y que ella pensara, que gracias a sus oraciones, su marido estaría disfrutando de la presencia de Dios; y que esta creencia la mantuviera hasta su muerte.
Al atardecer, volvió a dormirse Aureliano, ya no volvió a despertar, expiró el día siguiente catorce de junio de mil novecientos treinta y uno, y su viuda siguió rezándole, todos los días de su vida durante los veinticinco años que le sobrevivió.
En cierta época de su vida, cogió Teresa la costumbre de ponerse la ropa, que en su casa de Torralba, había de Consuelo, esposa en primeras nupcias de su marido, y que llevaba ya muerta muchos años. Con los cinco versos que a continuación transcribo dejó Aureliano constancia de aquellos hechos, que tan mal cayeron en la familia de su mujer.
Marrana jodía,
vestir de pingajos
siempre fue tu anhelo,
y ahora vas vestida
de rancia Consuelo.
A pesar de estos versos, el sentido festivo de la vida, que siempre había sentido, se iba diluyendo en él. En la tertulia del casino comentaba con los otros contertulios, que cuando llegara a la otra vida, su padre le preguntaría: ¿qué has hecho con el capital que te dejé?, a lo que tendría que contestar, se lo he dejado a los sobrinos de mi mujer, y no sé qué cara pondrá mi padre, decía. No se lo dejó a los sobrinos de su mujer, se lo dejó a su mujer, tal vez tratando de compensar con ello, los disgustos que con sus infidelidades le había hecho pasar a lo largo de su vida matrimonial. Su mujer no le pidió que le dejara nada, y nunca se lo hubiera pedido.
Se le iban haciendo los días cada vez más largos, cada vez sus salidas de la casa eran más cortas. Cada vez se mostraba más expectante a la llegada de la muerte, a la visita de la vieja dama, y esto le hacía mostrarse preocupado e inquieto. El paso del tiempo le hacía sentir cada vez más las limitaciones que éste le imponía, poco me queda por hacer pensaba, y le invadía la melancolía, hablaba menos, y su mirada fue haciéndose más triste.
Empezó a sentir molestias en el aparato digestivo, a sentir dolores en el vientre, y esto le hizo que, por consejo de su médico de cabecera, fuera a un especialista en Ciudad Real. Tras varias pruebas que le hicieron, el especialista le diagnosticó cáncer de recto. Había hablado hablado Aureliano antes con el médico, y le pidió que le dijera con toda claridad cuál era su enfermedad, ya que él esperaba lo peor, y así se lo dijo éste, con toda claridad.
De la duda pasó a la certeza, pasó de pensar que podía tener cáncer, a saber que tenía cáncer, y esto era un gran paso. En aquella época, el cáncer era una enfermedad mortal de necesidad, ya no podía esperar ningún remedio. Su enfermedad fue prolongada, triste y dolorosa. Dejó de salir, tuvo tiempo de mirar hacía atrás, y en su andada senda pudo ver las heridas que a su paso había hecho a la persona, que durante las dolorosas e interminables noches, que duró su enfermedad, veía sentada en una mecedora al lado de su cama, esperando cualquier movimiento que él hiciera, para levantarse, acercarse a él y ayudarle a resolver cualquier problema, que en ese momento le afectara.
Esperaba la llegada de “La Vieja Dama” triste, desasosegado, inquieto, tratando por todos los medios a su alcance de hacer ver a su mujer el agradecimiento que hacía ella sentía, por todas y cada una de las cosas que ésta le hiciera.
Durante su enfermedad, sintió una gran alegría con la caída de la monarquía y con la llegada de la república. Siempre tuvo una mentalidad progresista, y esto le hizo pasar unos días mejor. Para él esto fue una terapia que le hizo encontrarse bien durante unos días. Pero el cáncer seguía su camino, volvió a seguir perdiendo fuerzas, y sobre todo, ganas de vivir, hablaba poco, y desde cerca sentía ya, la larga y prolongada llamada de la muerte.
Su mujer estaba muy preocupada, había estado el cura a hacerle una visita, y él no le había pedido los sacramentos. Se cerraban todas las puertas, tampoco ella se atrevía a recomendarle que lo hiciera.
La mañana del trece de junio de mil novecientos treinta y uno, se durmió, y estuvo dormido hasta casi las cinco de la tarde. Al despertar, quiso su mujer que tomara algo, no puedo, le dijo. Después de permanecer un rato despierto, dijo: Elisea, reza, por si hay algo.
Nunca he pensado que Aureliano pidiera oraciones para él. He pensado siempre, que lo que Aureliano buscaba aquella tarde, era tranquilizar a su mujer, y que ella pensara, que gracias a sus oraciones, su marido estaría disfrutando de la presencia de Dios; y que esta creencia la mantuviera hasta su muerte.
Al atardecer, volvió a dormirse Aureliano, ya no volvió a despertar, expiró el día siguiente catorce de junio de mil novecientos treinta y uno, y su viuda siguió rezándole, todos los días de su vida durante los veinticinco años que le sobrevivió.
Fdo. Valentín Villalón
http://valentinvillalon.com