Durante muchos años atesoré la querencia de leerme los “Episodios Nacionales” de DON Benito Pérez Galdós. Siempre que leo una obra de envergadura, me gusta tenerla al alcance de la mano, y en los tiempos de mi juventud no me era factible, económicamente hablando, la adquisición de tan magna obra.
Recientemente, pude hacerme con las tres primeras series (son cinco en total) a un precio asombrosamente asequible. Ya llevo mediada la lectura de la primera serie (“La Guerra de la Independencia”). No sólo perseguía con la lectura de esta obra la satisfacción histórica y literaria; andaba además tras la localización de la mención del nombre de Aldea del Rey.
Me enteré que Aldea del Rey aparecía mencionada en los “Episodios Nacionales” a raíz del pregón de ferias y fiestas que el entonces alcalde de Ciudad Real, don Francisco Gil-Ortega, pronunciara hace más o menos una década. En aquel entonces leyó el fragmento que ahora me dispongo a reproducir. Hasta le envié hace años algunos correos electrónicos para que me dijera el título del libro donde aparecía mencionada Aldea del Rey, y él, haciendo honor a su condición de político ocupado, sin rato de respiro para atender a la ciudadanía de a pie, no respondió a ninguno de los mismos.
Pues bien, no hace mucho localicé los “Episodios Nacionales” en versión PDF, y, utilizando las herramientas de búsqueda, localicé la mención en el último libro de la tercera serie (“Cristianos y Carlistas”), titulado “Bodas Reales”. He aquí el texto que aparece en el último tercio del capítulo VII:
A su casa corrió D. Bruno como una exhalación, y no encontró a nadie. Las señoritas habían ido de paseo con Rafaela, los chicos correteaban con sus amigos, después de clase, y Leandra, desmintiendo en aquellos días sus hurañas costumbres, buscaba fuera de casa el alivio de su honda nostalgia. Obligado a esperarla, y no teniendo a quién comunicar su alegría, se franqueó el señor con la Maritornes, dándole conocimiento del destino y anticipando la idea de que la familia debía mudarse [67] al centro de Madrid, pues no era cosa de que tuviera él que andar media legua todas las mañanas para ir al Ministerio; ni cómo había de llevarle la criada el almuerzo a tan larga distancia. Era costumbre y tono que los empleados almorzasen en la oficina, y que después pidieran el café al establecimiento más cercano. Luego fumaban un rato, leían el periódico y... En estos risueños pensamientos el hombre se adormecía, renegando de la tardanza de su digna esposa...
La cual entonces había contraído una dulce amistad, que era su pasatiempo más grato. Andando por paradores y tenduchos, tropezó con una paisana, del Tomelloso, propietaria de una colchonería en la calle del Ángel, y hablando de la tierra, iban apareciendo mujeres, hombres y familias que habían tenido el honor de nacer en la felice Mancha. En el término de esta cadena de relaciones y conocimientos halló Doña Leandra a una pobre señora que había visto la luz en Aldea del Rey, lugar del propio Campo de Calatrava, con lo que resultaba un paisanaje más familiar, casi con honores de parentesco. Era la tal Doña María Torrubia, viuda de un tratante en ganado de cerda, y había pasado en poco tiempo de una holgada posición a la más humilde y lastimosa, pues vivía [68] de un humilde tráfico: vender torrados, altramuces y piñones para los chicos; para los grandes, yesca, pedernales y pajuelas. Todo su comercio lo llevaba en dos cestas colgadas de uno y otro brazo, y con él se instalaba en la Fuentecilla o en la Puerta de Toledo, en el puente los días de fiesta. En cuanto las dos mujeres se echaron recíprocamente la vista encima, reconoció cada cual en la otra el aire y habla de la tierra, y por cariñosa atracción instintiva se abrazaron, con lágrimas en los ojos. Rápidamente se dieron las informaciones precisas, nombres, linaje... y resultaron, ¡ay!, parientes, pues si Doña María era Quijada por su madre, Doña Leandra tenía sangre de Torrubia por el segundo grado de la línea paterna. Enumeró Doña María todas las familias enlazadas con los Carrascos y los Quijadas, y a Doña Leandra no se le olvidó en la cuenta ninguno de los parientes y deudos de la Torrubia ni de su difunto esposo, Mateo Montiel, a quien Bruno había tratado íntimamente. Dos horas emplearon en hacer el censo de población del Campo de Calatrava, no escapándoseles familia rica ni pobre. Daba cuenta Doña María de las casas y posesiones de los Quijadas en Peralvillo, enumerando las granjas, paneras, abrevaderos, palomares, corrales y hasta los pares de [69] mulas. ¡Ay! Doña Leandra veía el cielo abierto, y no habría parado en tres días de platicar de materia tan sabrosa.
Separáronse las improvisadas y ya cariñosas amigas con promesa formal de reunirse todas las tardes en el Campillo de Gilimón, donde la Torrubia tenía su mísero alojamiento, junto a la tienda de un pajarero llamado Juan López, de apodo Sacris, por haber sido en su mocedad lego, y después muy metido entre curas, hasta que adoptó la industria de cazar y vender pájaros. Las horas muertas se pasaban las dos mujeres, sentaditas en los grandes pedruscos que forman poyo junto a las casas, o en el pretil que cae sobre el vertedero. Allí tomaban gozosas el sol poniente hasta su último rayo, sin dar reposo a las lenguas, trayendo a una recordación entusiasta las cosas buenas de la tierra: las excelentes comidas, superiores a todo lo de Madrid; la hermosura del campo, lleno de luz, y la deliciosa sequedad, la tierra dura sin árboles; los ganados y las personas, indudablemente más honradas y verídicas que las de la Villa y Corte, donde todo era mentira y ladronicio. Jamás se agotaba el tema, y cuando la memoria de Doña Leandra flaqueaba, la de Doña María, por remontarse a tiempos más distantes, era más enérgica y vivaz en el descubrimiento [70] de las manchegas perfecciones.
Una tarde, después de ponderar la fortaleza y el rico sabor de las aguas de allá, dijo Doña Leandra: «Y habrá usted observado, como yo, que aquí el jabón no lava... Yo me restriego (1) las manos hasta despellejarme, y nada... Este condenado jabón no limpia, y la ropa nos la traen las lavanderas con viso amarillo y sin la blancura que saca en nuestra tierra. ¡Vamos, que cuando me acuerdo del jabón que fabrica en Daimiel Norberto Casales...!, que es primo mío, por más señas...».
-Y sobrino segundo o tercero de mi difunto... ¡Aquel es jabón... sí, señora!
-¿Se acuerda? Blanco y rosadito como la nácar, con su veteado azul... Deja la ropa y las manos como si acabaran de nacer... ¿verdad?
-Verdad. Mas yo creo que aquí no se limpia una por mor de las aguas -dijo la Torrubia mostrando sus manos, que sin duda necesitaban la corriente del Jordán para descortezarse-. Sobre que da dolor de tripas, el agua de Madrid no tiene aquel líquido, ¿verdad?, aquel...
En esto llegó corriendo la Maritornes para decir a Doña Leandra que el señor había llegado y la esperaba... [71]
«Chica, me has asustado... ¿Qué... ocurre algo?».
-Lo que hay es cosa de oficina, y de que tengo que llevarle el almuerzo –replicó la alcarreña-. Venga, señora, pronto, que el amo está contento... Mus muamos...».
Echose a la cabeza Doña Leandra el pañuelo negro, que en el calor de las alabanzas del manchego jabón se le había caído, y toda medrosica y anhelante, barruntando nuevas tristezas, invocando a la Virgen Santísima y a los santos de su devoción, enderezó los pasos a su casa, donde D. Bruno, con solemne y conmovida palabra, le dio la noticia del feliz nombramiento.
Les ofrecemos, asimismo, el mencionado libro, para enriquecer los fondos de nuestra hemeroteca. El documento presenta el inconveniente de que no están numeradas las páginas. Así que les remito al último tercio del capítulo VII, que se encuentra en las páginas 22-23.
Otro motivo de orgullo para el pueblo de Aldea del Rey.
El jardinero de las nubes
http://eljardinerodelasnubes.blogspot.com/
Recientemente, pude hacerme con las tres primeras series (son cinco en total) a un precio asombrosamente asequible. Ya llevo mediada la lectura de la primera serie (“La Guerra de la Independencia”). No sólo perseguía con la lectura de esta obra la satisfacción histórica y literaria; andaba además tras la localización de la mención del nombre de Aldea del Rey.
Me enteré que Aldea del Rey aparecía mencionada en los “Episodios Nacionales” a raíz del pregón de ferias y fiestas que el entonces alcalde de Ciudad Real, don Francisco Gil-Ortega, pronunciara hace más o menos una década. En aquel entonces leyó el fragmento que ahora me dispongo a reproducir. Hasta le envié hace años algunos correos electrónicos para que me dijera el título del libro donde aparecía mencionada Aldea del Rey, y él, haciendo honor a su condición de político ocupado, sin rato de respiro para atender a la ciudadanía de a pie, no respondió a ninguno de los mismos.
Pues bien, no hace mucho localicé los “Episodios Nacionales” en versión PDF, y, utilizando las herramientas de búsqueda, localicé la mención en el último libro de la tercera serie (“Cristianos y Carlistas”), titulado “Bodas Reales”. He aquí el texto que aparece en el último tercio del capítulo VII:
A su casa corrió D. Bruno como una exhalación, y no encontró a nadie. Las señoritas habían ido de paseo con Rafaela, los chicos correteaban con sus amigos, después de clase, y Leandra, desmintiendo en aquellos días sus hurañas costumbres, buscaba fuera de casa el alivio de su honda nostalgia. Obligado a esperarla, y no teniendo a quién comunicar su alegría, se franqueó el señor con la Maritornes, dándole conocimiento del destino y anticipando la idea de que la familia debía mudarse [67] al centro de Madrid, pues no era cosa de que tuviera él que andar media legua todas las mañanas para ir al Ministerio; ni cómo había de llevarle la criada el almuerzo a tan larga distancia. Era costumbre y tono que los empleados almorzasen en la oficina, y que después pidieran el café al establecimiento más cercano. Luego fumaban un rato, leían el periódico y... En estos risueños pensamientos el hombre se adormecía, renegando de la tardanza de su digna esposa...
La cual entonces había contraído una dulce amistad, que era su pasatiempo más grato. Andando por paradores y tenduchos, tropezó con una paisana, del Tomelloso, propietaria de una colchonería en la calle del Ángel, y hablando de la tierra, iban apareciendo mujeres, hombres y familias que habían tenido el honor de nacer en la felice Mancha. En el término de esta cadena de relaciones y conocimientos halló Doña Leandra a una pobre señora que había visto la luz en Aldea del Rey, lugar del propio Campo de Calatrava, con lo que resultaba un paisanaje más familiar, casi con honores de parentesco. Era la tal Doña María Torrubia, viuda de un tratante en ganado de cerda, y había pasado en poco tiempo de una holgada posición a la más humilde y lastimosa, pues vivía [68] de un humilde tráfico: vender torrados, altramuces y piñones para los chicos; para los grandes, yesca, pedernales y pajuelas. Todo su comercio lo llevaba en dos cestas colgadas de uno y otro brazo, y con él se instalaba en la Fuentecilla o en la Puerta de Toledo, en el puente los días de fiesta. En cuanto las dos mujeres se echaron recíprocamente la vista encima, reconoció cada cual en la otra el aire y habla de la tierra, y por cariñosa atracción instintiva se abrazaron, con lágrimas en los ojos. Rápidamente se dieron las informaciones precisas, nombres, linaje... y resultaron, ¡ay!, parientes, pues si Doña María era Quijada por su madre, Doña Leandra tenía sangre de Torrubia por el segundo grado de la línea paterna. Enumeró Doña María todas las familias enlazadas con los Carrascos y los Quijadas, y a Doña Leandra no se le olvidó en la cuenta ninguno de los parientes y deudos de la Torrubia ni de su difunto esposo, Mateo Montiel, a quien Bruno había tratado íntimamente. Dos horas emplearon en hacer el censo de población del Campo de Calatrava, no escapándoseles familia rica ni pobre. Daba cuenta Doña María de las casas y posesiones de los Quijadas en Peralvillo, enumerando las granjas, paneras, abrevaderos, palomares, corrales y hasta los pares de [69] mulas. ¡Ay! Doña Leandra veía el cielo abierto, y no habría parado en tres días de platicar de materia tan sabrosa.
Separáronse las improvisadas y ya cariñosas amigas con promesa formal de reunirse todas las tardes en el Campillo de Gilimón, donde la Torrubia tenía su mísero alojamiento, junto a la tienda de un pajarero llamado Juan López, de apodo Sacris, por haber sido en su mocedad lego, y después muy metido entre curas, hasta que adoptó la industria de cazar y vender pájaros. Las horas muertas se pasaban las dos mujeres, sentaditas en los grandes pedruscos que forman poyo junto a las casas, o en el pretil que cae sobre el vertedero. Allí tomaban gozosas el sol poniente hasta su último rayo, sin dar reposo a las lenguas, trayendo a una recordación entusiasta las cosas buenas de la tierra: las excelentes comidas, superiores a todo lo de Madrid; la hermosura del campo, lleno de luz, y la deliciosa sequedad, la tierra dura sin árboles; los ganados y las personas, indudablemente más honradas y verídicas que las de la Villa y Corte, donde todo era mentira y ladronicio. Jamás se agotaba el tema, y cuando la memoria de Doña Leandra flaqueaba, la de Doña María, por remontarse a tiempos más distantes, era más enérgica y vivaz en el descubrimiento [70] de las manchegas perfecciones.
Una tarde, después de ponderar la fortaleza y el rico sabor de las aguas de allá, dijo Doña Leandra: «Y habrá usted observado, como yo, que aquí el jabón no lava... Yo me restriego (1) las manos hasta despellejarme, y nada... Este condenado jabón no limpia, y la ropa nos la traen las lavanderas con viso amarillo y sin la blancura que saca en nuestra tierra. ¡Vamos, que cuando me acuerdo del jabón que fabrica en Daimiel Norberto Casales...!, que es primo mío, por más señas...».
-Y sobrino segundo o tercero de mi difunto... ¡Aquel es jabón... sí, señora!
-¿Se acuerda? Blanco y rosadito como la nácar, con su veteado azul... Deja la ropa y las manos como si acabaran de nacer... ¿verdad?
-Verdad. Mas yo creo que aquí no se limpia una por mor de las aguas -dijo la Torrubia mostrando sus manos, que sin duda necesitaban la corriente del Jordán para descortezarse-. Sobre que da dolor de tripas, el agua de Madrid no tiene aquel líquido, ¿verdad?, aquel...
En esto llegó corriendo la Maritornes para decir a Doña Leandra que el señor había llegado y la esperaba... [71]
«Chica, me has asustado... ¿Qué... ocurre algo?».
-Lo que hay es cosa de oficina, y de que tengo que llevarle el almuerzo –replicó la alcarreña-. Venga, señora, pronto, que el amo está contento... Mus muamos...».
Echose a la cabeza Doña Leandra el pañuelo negro, que en el calor de las alabanzas del manchego jabón se le había caído, y toda medrosica y anhelante, barruntando nuevas tristezas, invocando a la Virgen Santísima y a los santos de su devoción, enderezó los pasos a su casa, donde D. Bruno, con solemne y conmovida palabra, le dio la noticia del feliz nombramiento.
Les ofrecemos, asimismo, el mencionado libro, para enriquecer los fondos de nuestra hemeroteca. El documento presenta el inconveniente de que no están numeradas las páginas. Así que les remito al último tercio del capítulo VII, que se encuentra en las páginas 22-23.
Otro motivo de orgullo para el pueblo de Aldea del Rey.
El jardinero de las nubes
http://eljardinerodelasnubes.blogspot.com/
1 comentarios:
De los lectores del blog o del foro no creo que nadie se haya leido eso. solo interesa poner verde al ayuntamiento, lo demas da igual.
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